La primera lectura del día de hoy en la Misa (2 Re 24,8-17) comienza diciendo: «Joaquín tenía dieciocho años cuando subió al trono, y reinó tres meses en Jerusalén. Su madre se llamaba Nejustá, hija de Elnatán, de Jerusalén. Joaquín, igual que su padre, hizo lo que el Señor reprueba». Apoyándose en el faraón de Egipto, buscando «alianzas humanas» y haciendo a un lado la «Alianza con el Señor», el padre de Joaquín, se había rebelado contra Nabucodonosor y Joaquín, joven y sin experiencia alguna, quiso simplemente hacer lo mismo. El milagro que se había realizado en tiempos de Ezequías quedó atrás y ahora participamos de la agonía de un reinado. Pero, ¿qué nos enseña este relato de hoy que describe la manera en como Nabucodonosor acaba con el reinado de Joaquín? Decididamente, hemos de aprender que Dios es mucho mayor aún que todo lo que nos imaginamos: no necesita de nuestras ceremonias, ni de nuestros vasos sagrados... ¡sólo quiere nuestro corazón! Para el pueblo se iniciará un tiempo de purificación y de profundizar en su relación con Dios. Un tiempo de purificación: porque en el exilio, se sufre, los Prisioneros de la Segunda Guerra Mundial que aún viven y los que han sido deportados lo saben muy bien; lo mismo que quienes viven presa de gobiernos abusivos que les han quitado todo, suprimiéndoles la libertad y atentando a la dignidad humana con pesados trabajos de esclavitud moderna... ¡sufrimientos hacen reflexionar! Un tiempo de profundización: porque la fe queda despojada de todas sus formas exteriores, ya no hay ni sacerdote ni profetas, ni sacrificios, ni culto... es la ocasión de acentuar una relación con Dios en la fe desnuda.
Las dificultades hacen una de estas dos cosas por el individuo y por el pueblo: O le enternecen y le acercan a Dios o le endurecen el corazón y le alejan de Él. Nunca le es posible a uno ser el mismo después de experimentar la aflicción y el sufrimiento. El mismo sol que por una parte derrite la cera, endurece la arcilla. ¿Cómo tomamos lo que Dios nos va presentando cada día y que en sí a veces no depende directamente de nosotros pero nos involucra? La lectura dice que El rey —que había hecho lo que Dios reprueba— y todos los nobles fueron llevados en el primer grupo que fue al cautiverio. Seguramente, muchos inocentes fueron llevados también. Por su parte, en el Evangelio, Jesús, hablando de la casa construida sobre arena y la otra sobre roca (Mt 7,21-29), nos dirige su mensaje en sintonía con esta historia triste y sórdida advirtiendo lo que sucede cuando no se construye la vida y se mantiene en Dios. La liturgia de hoy, en sí, nos lleva a preguntarnos varias cosas: ¿cómo vivimos nuestra fe? ¿Tenemos las mismas perspectivas que Dios? ¿Estamos muy acomodados a los ritos externos o estamos apegados a Dios? ¿Está nuestra fe sólida, establecida en la roca que es Cristo?
La Iglesia nos recuerda que debemos establecer nuestro ser y quehacer como hombres y mujeres de fe en la roca firme que es Cristo y que el mundo ha hecho a un lado para construir en las arenas movedizas de la mundanidad. San Benito dice que «si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras; si no, no llegaremos jamás» (Regla monástica, prólogo). San Agustín, por su parte, afirma: «Hermanos míos, que vinieron con entusiasmo a escuchar la palabra: no se engañen a ustedes mismos fallando a la hora de cumplir lo que escucharon. Piensen que es hermoso oírle, ¡cuánto más será el llevarlo a la práctica! Si no escuchan, si no ponen interés en oír la palabra, nada edifican. Pero, si la oyes y no la pones en práctica, edificas una ruina». Muchas veces, la ruina de una persona se debe a fallos que, al principio, parecían insignificantes, pero se descuidaron y fueron creciendo, como ir a Misa un domingo sí y carios no, dejar de confesarse, enfrascarse en lo material... La ruina de una comunidad o de una sociedad suele tener causas diversas, también de dejadez religiosa y pérdida progresiva de valores. Saber escarmentar es una buena sabiduría, nos hace humildes, nos predispone a reconocer el protagonismo de Dios y nuestra infidelidad a su amor. El salmo de hoy (Sal 78), además de lamentarse de la desgracia del pueblo, nos deja una oración con la que podemos reconocer nuestras culpas y pedir a Dios su protección: «¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado?... líbranos y perdona nuestros pecados, a causa de tu nombre». Dios no abandona, saca bien incluso de nuestras miserias: nos purifica, nos hace recapacitar, nos ayuda a aprender las lecciones de la vida para no volver a caer en las mismas infidelidades y fallos... ¿No nos estará hablando claramente en estos días también a nosotros? Pidamos a María Santísima que abra nuestros oídos y nuestros corazones y corramos a adorar a Jesús en la Eucaristía. ¡Feliz jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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