La misericordia del Señor, no conoce de fronteras, esas las hemos puesto nosotros. El amor y la compasión del Señor se extiende por toda la tierra, como nos deja ver la primera lectura de hoy (1 Re 17,7-16) cuando, en tierra extranjera, Elías nos enseña con su propia experiencia que somos simplemente como el lecho seco de un arroyo, a menos que la Palabra de Dios corra por nosotros. Y solo así podremos ser canales de bendición para otros. La lectura de hoy nos enseña que Dios protege a los suyos dándoles un alimento milagroso comparable al maná del Éxodo, porque nada se pierde si se comparte todo lo que se tiene. Eso es lo que propone Elías a la viuda de Sarepta, y lo que la viuda comprende cuando hace un pan para el profeta con los últimos ingredientes que tiene. Para compartir hemos de confiar en que la tinaja de harina no se vaciará. Dios nos dará lo que necesitamos, porque es siempre un Padre providente.
Cuando somos compartidos con desinterés, a pesar de no tener nada más que dar, tarde que temprano recibimos una muestra de solidaridad de manera inesperada, porque Dios no se hace esperar. El puñado de harina y el aceite no se agotan... en nuestra vida, la bondad de Dios, su Divina Providencia, que cuida de sus hijos, va encontrando caminos para concretarse y que no nos falte lo necesario. A la vez que contemplamos el milagro, necesitamos aprender como Elías y ser conscientes de que nosotros no somos más que unas tinajas vacías y es Dios quien las llena con sus dones y cualidades para que tengamos siempre algo que dar a los demás. No somos más que tinajas para harina que están vacías y tinajas para el aceite que también están vacías. No somos nada, hasta que el Pan de Vida nos haya llenado completamente. Necesitamos estar llenos de los dones del Espíritu Santo, de la Eucaristía y de la Palabra para saciar con lo que el Señor deposita en nuestro ser, el hambre de Dios que tienen muchos en el mundo actual.
Ayer el Evangelio nos presentaba un programa de vida con las bienaventuranzas (Mt 5,1-12). Un camino exigente y liberador que necesita de personas que, como tinajas vacías, se dejen llenar por el Señor y que así salgan a la luz y no se escondan, porque las cosas que Dios hace en su Divina providencia no se pueden ocultar. El amor de Dios no puede ocultarse, ha de mostrarse, ha de salir fuera. Pero ese amor, necesita de los discípulos–misioneros, estos hombres y mujeres de fe que conocen y les es revelado el programa del Reino para ser sal y luz en medio de una sociedad globalizada que sin darse cuenta se ha quedado sin la harina y sin el aceite del amor de Dios (Mt 5,13-16). La sal es lo que da sabor. La sal resalta lo bueno de lo que sazona, nos dirá una buena guisandera, pero la sal, además, ayuda a conservar los alimentos, como en África, donde en la misión de Mange, allá en Sierra Leona, veía yo que la gente pescaba y luego «salaba» el pescado para que no se echara a perder. Ser sal de la tierra significa mejorar la calidad de la vida, aumentarla, defenderla, darle plenitud. Por otra parte, la luz nos permite ver, descubrir la belleza del mundo que nos rodea, pero también la luz nos ayuda a ver con claridad por dónde vamos, para no perder el camino. La luz nos orienta, nos ayuda a acercarnos a la meta de nuestra vida. Ser luz del mundo significa ayudar a descubrir el sentido verdadero de la realidad haciendo visible al Dios Padre de Jesucristo perceptible en nuestro mundo en nuestro testimonio de vida. A la Virgen María se le ha dado, entre tantos títulos, uno muy hermoso: «Nuestra Señora de la Luz». Si nos dirigimos a Ella, nos ayudará a ser luz para nuestros hermanos y a dar a este mundo, con nuestra vida, el sabor que da la sal a los alimentos para conservar la fe que nos sostiene. La oración a Nuestra Señora de la Luz dice así: «Madre y Señora, tú eres luz que disipas la sombra del engaño; tú eres la dulzura que deleita al corazón y eres la poderosa Madre en quien espero y confío. Aleja de mi todo peligro; guárdame, Señora, y recíbeme por tuyo; yo volveré, señora, a tus santísimos pies; yo daré a mi corazón la dicha de saludarte, y yo renovaré el amor que desde hoy te ofrezco. Ángeles de la patria celestial, alaben por mi a la Madre santísima de la Luz. Dios y Señor de la majestad y grandeza, pues sólo Tú sabes lo que es María, ensálzala y engrandécela y tú, Madre y Señora, admite mi corazón; las necesidades que tiene tú lo sabes; remédialas; derrama el bálsamo suavísimo de tu amor; haz que en todas mis acciones te llame Madre de la luz; alúmbrame, compadécete de mi, y no permitas que sea presa del demonio; y haz que, pues te portas como mi Madre, yo me porte como tu hijo. Amén». ¡Hoy es martes y voy a la Basílica de Guadalupe! Un recuerdo especial pidiendo luz para todos y la capacidad de ser sal para que el mundo conserve el sabor del amor de Dios!
Padre Alfredo.
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