Elías, el profeta defensor del monoteísmo, ha sufrido una dura persecución por la que llega, incluso, a desearse la muerte; pero el Señor no le abandona, incluso le conforta dándole una comida y una bebida milagrosa para que continúe su ruta hasta la montaña de Dios tras un peregrinaje de cuarenta días y cuarenta noches y, tras el encuentro con él, el Señor le ordena volver a su pueblo para continuar la lucha y la historia pueda seguir su curso. Por eso debe ungir a dos reyes (que no alcanzará a realizar esto) y a un sucesor en su oficio: Eliseo (que será quien unja a los reyes). Este es el contexto de la reflexión de hoy, cuando el libro primero de los Reyes (1 Re 19,19-21) nos habla de la vocación de Eliseo acreditándolo como sucesor de Elías. La llamada divina es muy diversa, pero no por eso menos auténtica. La de Elías se asemeja mucho a la de Moisés: los dos se encuentran con el Señor en el monte Horeb, aunque el uno entre rayos y truenos y el otro, como meditábamos ayer, en medio de «un silencio sutil». Los dos dejan un sucesor como continuador de su misión: Moisés a Josué, que recibe el bastón de mando, y Elías a Eliseo, sobre quien se echa un manto como signo de investidura e invocación (1 Re 19,19).
La llamada de Eliseo parece muy ordinaria, no está envuelta en teofanía alguna, sino que es mucho más prosaica, tal vez como la llamada vocacional de muchos de nosotros y de tantos personajes bíblicos, sin que un ángel se haya aparecido o haya habido grandes manifestaciones de Dios, como el caso de David, Amós, Gedeón, Samuel, Saúl, Simón, Andrés y muchos otros a quienes el Señor llamó mientras guardaban las ovejas o realizaban otras tareas cotidianas. Cuando llega el momento oportuno en que Eliseo se de cuenta que ha sido llamado para una tarea especial, Elías no le unge, sino que le echa encima su manto milagroso (1 Re 19,19; cfr. Zac 13,4). El manto une a maestro y discípulo en la labor ininterrumpida de la misión profética. La llamada implica un cambio munífico de vida, por eso Eliseo antes de irse sacrifica los bueyes con los que araba, con los que obtenía sus ingresos de vida y en una respuesta alegre al llamado divino celebra un banquete despidiéndose de sus padres. Eliseo sigue al Señor con la misma seguridad que luego Cristo nos pedirá (Mt 5,33- 37): «Digan simplemente sí, cuando es sí». Eliseo, con decisión, mató los bueyes, quemó los aparejos y comió con alegría en medio de los suyos. El discípulo–misionero de Jesús deberá —con un sí determinante—renunciar a toda seguridad: cargos, poderes, insignias, influencias, autocomplacencia... Esa es la exigencia de la llamada.
Eliseo es, pues, un hombre común y corriente que está en su labor. De la misma manera el Señor viene también a nosotros a «llamarnos» en el centro mismo de nuestro trabajo cotidiano. Eliseo sabe que Dios lo ha llamado por la acción de otro hombre en el que se manifiesta la acción de Dios. Por la llamada de un hombre, también en nuestros días, se deja oír la voz de Dios: un sacerdote, un amigo, una religiosa, un padre o una madre de familia, un hermano o un amigo... Entonces Eliseo se fue tras de Elías y entró a su servicio. Imagen viva y penetrante: el labriego que quema su instrumento de trabajo para no volver atrás. Es el mismo gesto que Jesús pidió a aquellos pescadores de la orilla del lago, quienes dejaron sus redes y sus barcas y le siguieron con arrojo e intrepidez para estar con él y ser enviados a predicar (Mc 3,13-14). Esto es lo que ocurre en la vocación sacerdotal y religiosa y, guardadas todas las proporciones, en la vocación a la vida cristiana —ya sea en la vida matrimonial o de soltería—: seguir a Dios implica un «sí» categórico. La decisión de ir tras el Señor no se hace sin ciertas rupturas, sin ciertas renuncias, sin un «sí» que hipoteca la vida... «quien quiera venir en pos de mí, que tome su cruz y que me siga» (Mt 16,24). Seguir al Señor implica un don total. Una entrega como la de María, a quien hoy sábado recordamos: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ella dice «sí» a la voluntad de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. Ella dice «sí» y entra dentro de esta voluntad divina. Con un gran «sí», decidido y determinante, inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. María nos invita a decir también nosotros este «sí», y nos dice: «¡Sé valiente!, di también tu «sí», y así, con María, también nosotros este sábado y siempre, atrevámonos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo «sí», conscientes de que nuestra respuesta nos guía a la verdadera felicidad. ¡Bendecido sábado a ti que lees esto y a todos!
Padre Alfredo.
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