«Ainulindalë» es el primer relato que aparece en la obra «El Silmarillion», del británico J. R. R. Tolkien, el famoso autor de «El Señor de los Anillos». En esa obra, llamada inicialmente « La música de los ainur», Tolkien habla de la creación de un mundo ficticio como una gran orquesta sinfónica. En cuanto alguien «se desafinaba», un desorden empañaba la obra de la creación. ¡Qué buena analogía del pecado! Dios, Creador de todo, nos quiere al servicio del bien de los demás y libres de pecado, para que así, cooperemos con el granito de arena que nos toca a que se conserve la armonía de la creación. Si pecamos, pisoteamos la dignidad y los derechos fundamentales de los demás y de todo lo que es parte de la creación. Dios puso la vida en nuestras manos para que la convirtamos en una continua alabanza de su santo Nombre, pero también debemos colaborar para que la vida de todos aquellos que nos rodean, o que han sido encomendadas a nuestros cuidados pastorales, familiares, políticos o laborales, vuelvan a Dios, disfrutando de Él ya desde ahora viviendo con la debida dignidad, de hijos de Dios y hermanos nuestros, que les corresponde. Dios es el Creador de todo. A pesar de las insidias del mal y de nuestra propia concupiscencia, que muchas veces nos ha alejado del amor a Dios y al prójimo, Dios jamás ha dejado de amarnos a pesar de que algunas veces hayamos «desafinado» el ritmo de la creación.
Nuestro Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva y por medio de la entrega de su propio Hijo nos ha concedido el perdón de nuestros pecados y nos ha concedido participar de su misma vida infundiendo en nosotros su Espíritu Santo. Así no sólo ha restaurado en nosotros la imagen y semejanza de Dios, que había deteriorado el pecado, sino que nos ha sellado con su Espíritu para que seamos en el mundo y su historia, un signo vivo de su presencia salvadora para toda la humanidad (2Pe 3,12-15.17-18). Creados a imagen y semejanza de Dios, el Señor quiere quitar de nosotros la mancha del pecado y concedernos una dignidad mayor: hacernos hijos de Dios por nuestra fe y unión a Él. Aun cuando esto se ha llevado a cabo en nosotros por medio del Bautismo, cuando nos reúne para celebrar el Memorial de su Pascua en cada celebración de la Santa Misa, Él vuelve a realizar su Alianza «nueva y eterna» con nosotros, para que seamos dignos hijos de Dios. Al participar de la Eucaristía nos comprometemos a vivir con la dignidad de hijos de Dios, pero también a convertirnos en testigos del amor de Dios, que hemos experimentado. Junto a la lectura de un pequeño trozo de la 2 Carta de Pedro, hoy, en el Evangelio, de nuevo nos maravillamos del ingenio y de la sabiduría de nuestro Señor Jesucristo. Él, con su magistral respuesta, señala directamente la justa autonomía de las realidades terrenas: «Den al César lo que es del César» (Mc 12,17). Las decisiones que un discípulo–misionero de Cristo debe tomar en medio del mundo y sobre los asuntos del mundo, deben ir más allá de saber salir de un apuro; son cuestiones que tienen actualidad en todos los momentos de nuestra vida: ¿qué le estoy dando a Dios? ¿Es realmente lo más importante en mi vida? ¿Dónde he puesto mi corazón? Porque «donde está nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón» (cf. Lc 12,34). Y Cristo añade un inciso a lo que ha dicho: «y den a Dios lo que es de Dios».
El creyente debe actuar de forma que la obediencia cívica no esté en contradicción con los deberes para con Dios. Querer dar a Dios lo que le es debido supone que se dé al César lo que le pertenece. El Reino de Dios no es de este mundo (Jn 18,36), pero está en el mundo, en el sentido de que es extensible a todos los reinos de acá abajo. No se podrá ser auténticamente cristiano al margen de las realidades de este mundo, y todo intento de marginación desemboca al final en un estilo de vida que es también marginal al verdadero Dios. El cristiano no puede ni debe vivir «en las nubes». El cielo nuevo y la tierra nueva (2 Pe 3,13) se han empezado a vislumbrar desde aquí en una tensión hacia el futuro. La venida del Señor —sea próxima o lejana— ilumina y da sabiduría a nuestro camino. A los cristianos, tanto ayer como hoy, Pedro nos invita a «crecer», a seguir adelante con esmero, que «no nos arrastre el error», que no nos desafinemos en la gran orquesta de la creación. Que no «desviemos la mirada» y perdamos la lectura de la partitura de la vida por las trampas de este mundo. La vida cristiana es hermosa, está llena de alegría y a la vez de estímulo y exigencia. Con humildad pidámosle al Señor, junto a su Madre Santísima, la más entonada de la obra de la creación, que nos ayude a ser fieles a Dios para darle lo que le pertenece, nuestra vida completa, creada por Él con gran amor y con la intención de que estemos con Él eternamente. Hoy la voy a visitar en su casa del Tepeyac. Allí los encomiendo. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario