El periodista británico Mark Thompson, presidente y CEO de «The New York Times» y ex director general de la «BBC», escribió el año pasado un sugestivo libro titulado «Sin palabras», sobre el papel de la retórica y el lenguaje en la crisis contemporánea en el que expresa que «la exageración», es un recurso retórico que actúa como una droga. La exageración —dice Thompson— proporciona un primer subidón al hacerte sentir el centro de atención, pero con el paso del tiempo requiere mayores dosis para lograr la misma euforia y los efectos negativos se van abriendo paso hasta destrozar la vida. Así, en su libro titulado «Sin palabras», Mark Thompson advierte que «sin darte ni cuenta, te descubrirás representando un papel de reparto en un rancio culebrón político, y tu capacidad de hacerte oír en asuntos de entidad se perderá para siempre». ¿Por qué empiezo hablando de esto si ese libro va más enfocado a la política que a otra cosa? No voy a hablar de política, sino de la exageración, porque ese tema lo toca tanto la primera lectura (Dt 5,12-15) como el Evangelio (Mc 2,23-3,6) de este domingo. En la primera lectura se nos dice que hay que guardar el sábado, y así lo hacía el pueblo judío con una exageración tal que no los dejaba ni caminar. Es de verdad impresionante estar un sábado en Jerusalén y ver la ciudad completamente muerta, ni perros se ven, puesto que no los pueden sacar a pasear. ¡Todo se detiene! Pero por otra parte es también impresionante cómo los cristianos «exageramos» nuestras críticas en relación con su observancia. La teología bíblica del sábado, tal y como la comprende el judío observante, es admirable y puede integrarse totalmente en nuestra teología del domingo, aun cuando éste no sea en absoluto una transposición del sábado. El judío que vive su fe con el debido cumplimiento y amor, ve claramente que el elemento predominante del sábado no es la reglamentación, sino el culto a Dios, el sentido de comunidad y de familia.
Cuando el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y nos habla del amor que el Padre nos tiene, dejándonos una serie de enseñanzas que redireccionan el corazón siempre «exagerado» hacia lo que nos hace auténticos hijos de Dios, exclamó que no había venido a destruir la Ley sino a cumplirla: « No piensen que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolirla, sino a darle cumplimiento» (Mt. 5, 17). Jesús celebraba el sábado —porque así lo mandaba la ley— pero sin absolutizarlo, haciendo a un lado la concepción irracional y exagerada del sábado. «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es señor del sábado» (Mc 2, 27-28). Jesús enseñó a su pueblo que «dedicar el sábado a Dios» no podía ser sólo la privación de actividades para mostrar sometimiento, sino que era un día en que, como en los demás, se debía hacer lo que a Dios le agrada: y a Dios le agrada que se salga de uno mismo para encontrarse con el hermano, especialmente como el más necesitado. Con la llegada de Jesús acaba la Antigua Alianza y empieza la Nueva. Si el sábado fue en la Antigua Ley el día de descanso, recordando el descanso del Señor al acabar los seis días de la creación, en la Nueva Alianza, a partir de la Resurrección de Jesús, hecho que tuvo lugar el domingo, llamado por eso «El Día del Señor», en vez de reunirse el sábado, los cristianos, con el tiempo, empezaron a reunirse el domingo para recordar ese día venturoso y guardarlo en el corazón, más por gratitud y amor a Dios que por el hecho de cumplir una ley.
San Pablo nos cuenta su experiencia del sábado y el domingo sin caer en exageraciones. La Biblia nos dice que él va a la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Después de la lectura de la Ley y los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir: « Hermanos, si tienen alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablen.» (Hch 13, 14-15). Pero era el domingo cuando se reunían para el culto cristiano: «El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan» (Hch 2,42; 20, 7). «Llevamos el tesoro de nuestra Fe en vasos de barro» (2 Cor 4,6-11) nos recuerda la segunda lectura de hoy, así que no debemos ser exagerados. El barro resiste mucho más que otros materiales el calor —el metal, por ejemplo que parece ser más fuerte, se derrite— y es tan frágil que basta soltar una pieza de poca altura o darle un pequeño golpe y se quiebra... ¡parece exagerado! Así somos, como una vasija de barro pero que contiene en su interior la gracia de Dios que no puede reducirse solamente a cumplir una ley. La celebración de la Eucaristía que actualiza el misterio de la Pascua cada domingo, no agota, toda la realidad de este día sagrado que se equipara al sábado de los judíos. No se trata solamente de «ir a Misa porque es domingo», hay que añadir el esfuerzo por realizar mejor la comunidad familiar y compartir un rato con los hermanos y amigos de la familia, la comunidad de la parroquia o del grupo, el enfermo, el pobre, el solo, el deprimido y darle una vueltecita al que nadie visita o del que nadie se acuerda. Seguramente así lo vivían los primeros discípulos en torno y con María la Madre del Señor. Ciertamente, el domingo no puede caracterizarse en el discípulo–misionero por el hecho de ser una persona «que va a misa el domingo», sino además porque el domingo es para él un día de oración, un día de comunidad y un día de caridad, sin exagerar las cosas. ¡Bendecido domingo para todos!
Padre Alfredo.
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