
Los ojos corporales de nuestro cuerpo sólo ven realidades transitorias y buscan lo «llamativo», lo «placentero», lo que haga sentirse bien y a gusto. Sólo con los ojos de la fe es que se puede ver el mundo eterno. Por eso todo es distinto para el cristiano, para el hombre y la mujer de fe. Por la fe sabemos que Dios está presente y vive en cada uno de nosotros, que somos «Templo del Espíritu Santo» y que no podemos dudar de su acción y se su infinita misericordia, porque eso sería una blasfemia, un pecado imperdonable, como nos lo recuerda el Evangelio de hoy (Jn 12, 31-32). Cristo fue, y sigue siendo, el principal testigo y anunciador de la presencia de Dios en nosotros: «Dios de Dios y Luz de Luz». Los cristianos sabemos muy bien que unidos a Cristo y buscando sus intereses —que son los de arriba— comulgamos con Dios y con todas las personas que viven en Dios y con Dios. Así lo han vivido todos los santos y personas religiosas que han vivido en este mundo, como la Venerable Conchita Caberara de Armida, cuyo milagro rumbo a la beatificación ha sido aprobado ya y solo esperamos la fecha para venerarla como beata. Así debemos de vivir también cada uno de nosotros. Así lo palpé en los 8 adultos a quienes el día de ayer, en una celebración con una comunidad que desbordaba de gozo, bauticé, confirmé y dí la primera comunión luego de su proceso de preparación en el catecumenado, en el que fueron conociendo y enamorándose de Cristo.
Cuando se navega por este mundo solamemente en lo material, se vive, generalmente, en una condición de oscuridad y en una tristeza rara que nada de lo tangible podrá saciar en plenitud. El hombre podrá negar que Dios existe, pero no podrá nunca esconderse de esa presencia del Creador que aunque el ser humano lo niegue, está aquí, en el cielo, en la tierra y en todo lugar y todo lo ve, como nos recuerda la primera lectura de hoy (Gn 3,9-15). Dios se «atraviesa» en la vida de todo hombre y aunque este se encierre en el pobre mundo visible y trate de huir de su miseria culpando a Dios de todo: «La mujer que tú me diste...» el Señor permanece fiel. El miedo del hombre le impulsa a la huida y al reclamo, pero eso es ya la señal que le descubre su propio pecado. Tampoco la mujer acepta su responsabilidad, también ella huye en vano de su culpa, tratando de echársela a la serpiente que no haya a quien más culpar. No obstante, Dios, que maldice a la serpiente sin haberla escuchado antes, no maldice a Adán y Eva. La serpiente es como la expresión objetiva de toda la fuerza seductora del mundo material. Esta lucha, que se inicia en el paraíso entre la mujer y su descendencia contra toda la fuerza seductora del mal, continuará después en la historia de la humanidad. Los hijos de la mujer, los hombres, sufrirán más de una derrota; pero al fin habrá una victoria definitiva. De la mujer —de otra mujer, de la santísima Virgen María— nacerá el que aplastará la cabeza de la serpiente. El pecado, que se esconde tan sutilmente envuelto en oropeles qaue hasta marca de prestigio tienen, en este mundo material, puede ser vencido, porque Dios nos regala su perdón con su infinita misericordia. ¡Bendecido domingo en espera de que regrese la luz!
Padre Alfredo.
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