La historia de nuestra salvación, incluida por supuesto la historia de Israel y sus múltiples personajes, consciente varias interpretaciones que van iluminando los hechos sucedidos. Por eso algunas veces se ilumina el significado religioso de los hechos históricos en los textos bíblicos por medio de otros textos tomados, como en el caso de la primera lectura de hoy, de otros libros bíblicos. Hoy nuestra reflexión se ilumina, profundizando en la misión profética de Elías y Eliseo, con una lectura del libro del Eclesiástico, llamado también Sirácide (Eclo 48,1-15). Este fragmento bíblico muestra su admiración por Elías, que no escribió ningún libro, pero fue un recio profeta de acción. Incluye en su alabanza también a Eliseo, su sucesor. El resumen que hace de la vida de Elías nos recuerda lo que hemos ido leyendo en estos días pasados. Y el salmo 96 (Sal 96,1.2.3-4.5-5.7) refleja hoy también el rasgo que el Sirácide destacaba del temperamento de Elías en su lucha contra la idolatría: «Un fuego que devora a sus contrarios a nuestro Dios precede... Los que adoran estatuas que se llenen de pena y se sonrojan».
La Iglesia nos pone nuevamente hoy la figura de estos dos grandes profetas invitándonos a aprender su fidelidad a Dios y la valentía de su actuación profética, A la vez, como que la Iglesia —al fin madre y maestra— nos reta a los hombres y mujeres «creyentes» de nuestros tiempos y nos cuestiona: ¿por qué no hay esa parresía, esa resiliencia, esa resistencia, esa fortaleza, esas firmes y valientes convicciones para enfrentarse con coraje a las situaciones difíciles que nos va trayendo la vida: una enfermedad grave, la pérdida de un ser querido, un fracaso en la vida, un difícil tiempo de elecciones, etc.? ¿Por qué el hombre y mujer de hoy se derrumba o se da por vencido tan fácil? ¿Por qué fácilmente algunos católicos son infieles en su matrimonio, en su vocación a la vida consagrada? ¿Por qué se dejan llevar de la ambición del dinero atropellando a quien sea? ¿Por qué algunos traicionan la palabra dada o el compromiso adquirido libremente? Cuando el ser humano que ha conocido a Dios y se ha dejado alcanzar por él, pero vive sin recurrir constantemente a él en el contacto íntimo de la oración, su libertad decae porque hace a un lado la confianza en el Padre misericordioso y se fabrica ídolos a los que busca aferrarse, se encadena a cosas que, naturalmente, desmesura y engrandece; en una palabra, se llena de dioses en su vida.
Pero, en el corazón del hombre y la mujer de hoy, engatusados muchas veces por un mundo consumista que parece ofrecer el remedio instantáneo para todo y no logra colmar el anhelo de Dios, sobrevive en el corazón el recuerdo de Dios. La verdad, la justicia, la fidelidad, la pureza, el amor, subsisten en el corazón del creyente aunque sea como una diminuta plantita que, sofocada por tanta cosa no ha podido crecer y el recurso a Dios sigue siendo la raíces última de la vida humana porque, como dice san Agustín: «fuimos creados para él y nuestro corazón no estará tranquilo hasta que no descanse en él». ¿Por qué entonces no entramos en comunión con Dios? ¿Por qué esa vida a veces tan frívola y tan descuidada de muchos? ¿Por qué no rezamos con fervor? El Evangelio de hoy nos da la clave (Mt 6, 7-15). Jesús nos propone una manera eficaz de comunicarnos con nuestro Dios enseñando a los suyos el «Padre nuestro», una nueva relación de los discípulos con Dios; una relación que no es un contacto mersamente individual, sino comunitaria. Son los hijos, los ciudadanos del reino, los discípulos–misioneros de Cristo, los que se dirigen al Padre. «Padre» es el nombre de Dios en la comunidad cristiana, el único que aparece en esta oración. Pronunciarlo supone el compromiso de vivir y comportarse como hijos, la tarea de reconocerlo como modelo: «Sean santos como su Padre celestial es santo» (Mt 5,48), como fuente de vida y de amor: «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Este término de «Padre» se aplicaba ya a Dios en el Antiguo Testamento (Jr 3,19; cf. Ex 4,22; Dt 14,1; Os 11,1), pero su sentido era muy diferente, pues el «padre» en la cultura judía era ante todo una figura autoritaria que ahora Jesús nos presenta como efigie del amor: «El Padre los ama» (Jn 16,27). La beata María Inés Teresa, en sus «Estudios y meditaciones», le ruega al Padre: «Que te amemos siempre… con el mismo Corazón de tu Hijo divino y con el Corazón purísimo de María, para que nuestro amor sea perfecto, para que podamos así cumplir sobre la tierra la misión que tú nos has confiado». Recemos el «Padrenuestro», una sencilla y breve oración que es una síntesis de todo lo que Jesús vivió y sintió a propósito de nuestro Padre Dios, del mundo y de sus discípulos–misioneros. ¡Bendecido jueves en torno a Jesús Eucaristía!
Padre Alfredo.
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