La segunda carta atribuida a san Pedro comienza y termina subrayando la importancia de conocer a Dios y a Jesús (1-2; 3,18). El fragmento de hoy (2 Pe 1,1-7), se centra en este conocimiento desde el origen de la vocación cristiana (2 Pe 1,3-4) hasta la entrada en el reino eterno (2 Pe 1,1-11) y comenta su importancia. Esto nos viene muy bien en una época en que mucha gente se ha dejado llevar por la tentación de dejarse entusiasmar por experiencias místicas de un contacto extático personal o comunitario con lo que dicen llamar «energía», «karma», «buenas vibras» o no se qué más. Un contacto así, sin saber exactamente con quien, y además sin la práctica de las virtudes cristianas, es como cultivar la «ceguera y la miopía» en alguien que se pone en manos de otro que no ve o lo hace como él. ¿A caso puede un ciego guiar a otro ciego? (Lc 6,39).
Al discípulo–misionero del hará falta siempre, para vivir plenamente su fe, además del amor a Dios, el amor cristiano horizontal, porque sin ningún compromiso en favor del pobre, del oprimido, del despreciado, del deprimido ¿no será también una experiencia mística ciega y miope? La fe da sentido a toda nuestra vida, nos hace «participar del mismo ser de Dios», porque Jesús, al hacerse hombre, nos ha hecho a nosotros de la misma familia de Dios y nos comunica su vida sobre todo a través de los sacramentos. Pedro nos presenta un programa para crecer en la fe. Los dones de Dios son gratuitos, pero exigen que , en esos dones de Dios que son gratuitos y que hemos de dar a los demás con nuestra vida llena de gracia y de paz. El escritor sagrado nos pide que nos esforcemos por añadir «a la fe la honradez, a la honradez el criterio, al criterio el dominio propio, al dominio propio la constancia, a la constancia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, al cariño fraterno el amor». Es una sabia mezcla de cualidades humanas y actitudes de fe: un retrato coherente de un discípulo–misionero con personalidad propia. Una personalidad que nos hace falta en medio de un mundo que también ahora sigue estando inmerso en la corrupción de la que ya hablaba Pedro en su carta anterior. ¿Hasta dónde llega la corrupción de hoy y de siempre?¿Por qué sigue creciendo y viéndose tan normal en nuestro entorno? ¿Cómo librarnos de ella? ¿Cómo no dejarnos arrastrar?
El Evangelio nos da una pista con el relato de hoy (Mc 12,1-12). Jesús lo hace nos responde a estas interrogantes con una parábola dirigida a los jerarcas de Israel miembros del sanedrín o consejo supremo judío que habían cuestionado su autoridad. En esta parábola los viñadores, a quienes se les ha encomendado el cuidado de la viña, representan a las autoridades. El propietario, que es Dios, se ausenta dejando su viña en manos de estos viñadores. Pero la ausencia del dueño no quiere decir que se haya desentendido de la viña, envía a su tiempo a sus criados para recibir la cosecha de uva y darles lo que les toca a ellos. La reacción de los viñadores es sorprendente, desatan una espiral de violencia creciente que llega hasta la muerte. Pero el dueño no responde con violencia, sino que, esperando su conversión, les envía a su hijo, creyendo que a éste al menos lo respetarían. Los dirigentes de Israel veían en este gesto de generosidad del dueño de la viña —el pueblo de Dios— la ocasión propicia para acabar no sólo con el heredero, que es el mismo Jesús que les está contando la parábola, sino para quedarse con el pueblo, arrojando fuera de la viña al hijo asesinado. En su enojo, en su ceguera y miopía, no sabían aquellos viñadores —las autoridades de Israel— que el edificio del pueblo no se puede construir prescindiendo de la piedra angular que es Jesús. Querían ignorar que solamente hay una manera de ejercer la autoridad: la de quien entrega la vida para dar vida y liberar al pueblo de tanto señor que no lo deja vivir. Jesús —y su estilo de vida— seguirá siendo la única piedra angular sobre la que se pueda construir el edificio de la comunidad. En México estamos en períodos de elecciones y yo creo que nos viene muy bien la liturgia de hoy para analizar propuestas y tomar una buena decisión a la hora de votar el próximo 1 de julio. Me viene a la mente ahora la figura de José de Nazareth, el esposo de María, el padre nutricio de Jesús, que tuvo que cumplir con sus obligaciones civiles y fue apoyado por su esposa, que por lo menos según la Escritura, le acompañó a Belén a empadronarse (Lc 2,5). Pidámosle a ella que nos acompañe también a nosotros para saber elegir y que el Señor nos de mandatarios que se tienten el corazón y nos ayuden a vivir las virtudes de las que Pedro habla hoy haciendo a un lado la tentación de la avaricia que acabó con aquellos viñadores del Evangelio. ¡Bendecido lunes con un estupendo inicio de semana laboral y de estudios!
Padre Alfredo.
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