Seguimos conviviendo con el profeta Elías en nuestra reflexión y precisamente hoy, en la primera lectura (1 Re 19, 9.11-16) encontramos la narración central de la experiencia vivida por el profeta Elías en el monte Horeb (o Sinaí), hasta donde había llegado huyendo por el temor a la reina Jezabel que lo buscaba para matarlo. Elías se dirigió hacia el monte en donde Israel había vivido su primer encuentro con Yahvé, en medio, como dice la Escritura en el libro del Éxodo (Ex 19,16), de «truenos, relámpagos, densa nube sobre el monte y un fuerte sonido de trompetas». Es difícil establecer cuál es el motivo que empuja a Elías a ir precisamente a ese monte: ¿era una especie de peregrinación sagrada rogando a Dios por su vida?, ¿fue para encontrar a Dios como al principio lo había hecho Israel y rehacer allí sus fuerzas para seguir profetizando?, ¿Corrió hacia allá para acusar al pueblo infiel delante de Dios en ese lugar tan especial? ¿Quiso subir al monte sagrado para sellar la alianza en el lugar exacto dónde había comenzado? El texto bíblico sólo dice que Elías se encamina al desierto porque estaba lleno de miedo (1 Re 19,3) y que deseaba acabar con su vida, pues se sentía «fracasado como hombre y como profeta» (1 Re 19,4). En todo caso, en el monte Horeb, Elías vivirá una experiencia que lo cambiará y le hará ver las cosas de una nueva manera: aprenderá que Dios tiene caminos que él ni nosotros conocemos, podrá vislumbrar el misterio divino como una realidad que lo desborda y que él no podrá, como también nos sucede a nosotros cuando profundizamos en nuestro encuentro con Dios en la oración, ni explicar totalmente ni poseer como algo propio.
Elías al llegar la montaña, acompañado por el miedo y el fracaso que siente, se escondió en una gruta para pasar la noche (1 Re 19,9). El Señor, que nunca abandona a los suyos, se hace presente en aquellas tinieblas e invita al profeta a reconocer su presencia diciéndole: «Sal de la cueva y quédate en el monte para ver al Señor, porque el Señor va a pasar» (1 Re 19,11). Delante de Elías pasó primero un viento fuerte, luego un terremoto y finalmente el fuego. De los tres elementos, que tradicionalmente servían para indicar una teofanía (manifestación divina), dice el texto: «El Señor no estaba en el viento», «El Señor no estaba en el terremoto», «El Señor no estaba en el fuego» (1 Re 11-12). Así, tres veces se niega la presencia del Señor en esos elementos de la naturaleza que Elías conocía, y que sabía que eran reveladores de la divinidad. Yahvéh se hace presente en un momento especial: «qol demamá daqá (dice la expresión en hebreo) que, según los traductores más especializados, literalmente se debería traducir como: «una voz de silencio sutil». Sí, el autor bíblico nos remite «al silencio« para dejarse encontrar por Dios. ¡Qué magnífica enseñanza! Porque no todas las personas son capaces de escuchar a Dios en el silencio dejándose alcanzar por Él.
Ante esto y ahora que estamos muy «rusos» por aquello del mundial y su espectacular inauguración ayer, me encontré una anécdota del astronauta ruso Yuri Gagarin que, en el primer vuelo ruso por el espacio, aseguró que «no había visto a Dios». Según parece que en realidad Gagarin nunca dijo eso, sino que fue una invención de Nikita Khrushchev ante el parlamento ruso. Posteriormente, nuestros vecinos del norte llevaron sus convicciones religiosas de la época en varios vuelos de la famosa misión Apolo, incluso cuando alunizaron. La verdad es que ni unos ni otros es probable que vieran a Dios; estaban muy ocupados en la —«ruidosa querella» de sus respectivos gobiernos y así, asediados por el ruido de cualquier clase, no se puede encarar la búsqueda de nada y mucho menos de Algo o Alguien, tan esquivo a la mente humana, como es nuestro Dios. Hay que dejarse alcanzar por Dios en la voz del silencio sutil, quitando lo superficial de las cosas ruidosas que nos envuelven y dejar aquello que queda cuando somos capaces de escuchar el silencio y ver la oscuridad. Dios se manifiesta a través del silencio. En el Horeb, el Dios de la Palabra se muestra en la ausencia, en la no-palabra, en el callar de todo fenómeno sonoro. Este silencio es «voz» que en el «callar» produce su «decir». Elías percibe en el silencio la presencia divina, en una voz singular, extraña y contradictoria, la voz de la ausencia y del no-decir, pero en todo caso, perceptible y experimentable. Por eso es que hay que quitar de nuestras vidas todo lo que estorba para dejar que Dios actué. Es desde esta visión que debemos entender el Evangelio de hoy (Mt 5,27-32) arrancando de nosotros todos los «ruidos» que nos hacen pecar, porque el pecado no deja escuchar a Dios. Muchas veces la única palabra de parte de Dios, que es capaz de despertarnos del letargo de la indiferencia y la superficialidad, del daño del pecado es su silencio. Por eso María callaba y guardaba todo en el corazón (Lc 2,19). ¡Que tengas un viernes lleno del silencio de Dios!
Padre Alfredo.
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