«Que sea el heredero principal de tu espíritu» le dijo Eliseo a Elías cuando este último le anunció que sería llevado lejos de él. Elías le respondió exclamando: «Es difícil lo que pides; pero si alcanzas a verme, cuando sea arrebatado de tu lado, lo obtendrás; si no, no lo obtendrás». (2 RE 2,9-10). Así nos narra el segundo libro de los reyes el momento que antecede al pasmoso «arrebato» de Elías al cielo. Estos días hemos visto en la reflexión diaria, que Elías contempló grandes milagros de Dios a lo largo de toda su vida, pero, el más extraordinario le sucedió a él mismo al final de su paso por este mundo, cuando el Señor lo arrebató en un carro de fuego en medio de un imponente torbellino. La tarea estaba prácticamente concluida, los nuevos reyes de Siria e Israel ungidos y Eliseo, su sucesor, llevaba ya en su compañía varios años. El momento de sellar su brillante ministerio había llegado, pero no como él había pedido en el Horeb deseando la muerte, sino con toda la gloria que está prometida a los hijos de Dios que le son fieles. Si en la soledad de la montaña, la presencia de Dios se había manifestado al abatido profeta en una especie de silbo apacible y delicado o silencio sutil; esta vez, junto al Jordán, a la vista de su siervo Eliseo, en medio de llamas de fuego y una grande tempestad, parece anticiparnos como en una miniatura, la gloria de los justos que son llevados al cielo después de haber cumplido aquí su misión.
Elías no se volvió a ver más; sin embargo, siglos después apareció en el monte de la Transfiguración con Moisés y a un lado de Jesús glorificado. ¡Cómo me recuerda todo esto aquello que dice san Pablo a los Tesalonicenses: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,17)! Y cómo me recuerda también a la beata María Inés Teresa en esta madrugada en que escribo estas líneas en el aeropuerto de CDMX esperando un vuelo, en mi «day-off» para visitar a nuestras queridas hermanas Misioneras Clarisas de la «Casa del Tesoro» en donde residen aún y gracias a la infinita misericordia de Dios, algunas «Eliseas» que convivieron con Nuestra Madre la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento antes de que fuera llamada a la casa del Padre. Cierto es que cada vez que voy a esta casita, mi corazón se estremece de gusto, de emoción, de una especie de solemne respeto por las lamas que allá encontraré. Hay en mi ser una conjunción de gratitud, recuerdos, reverencia, deseo de verlas y... ¿cómo no?... ¡Una gran admiración a las jóvenes generaciones de misioneras doctoras, geriatras, administradoras, cocineras y enfermeras que les ayudan a mantener vivo el espíritu y espiritualidad que Madre Inés nos ha dejado.
Creo que no solo ellas, sino cada uno de nosotros, tenemos algo de «Eliseos» con respecto a quienes nos han dejado alguna herencia o tarea espiritual y que evocan, de una u otra manera, el encargo que el Señor Jesús nos hace antes de irse a la derecha del Padre. Tras de Elías, todo un linaje de «profetas» —como lo somos nosotros desde el bautismo— asumieron ese papel en la historia: Eliseo, Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, Juan Bautista... y ¡tantos otros! Pero nuestra vida profética es como la de Jesús, como la de María su Madre, como la de Madre Inés y tantos otros que, de manera callada, en lo secreto, en lo pequeño, en el «cuartito» de este mundo en el que nos toca vivir (Mt 6,1-6.16-18), buscando agradar a Dios con un desprendimiento de sí infinitamente mayor que la recompensa de agradar a los hombres. El Evangelio de hoy nos recuerda que los más hermosos gestos de la verdadera religión —la limosna, la oración y el ayuno— pueden, por desgracia, ser desviados de su sentido cuando se convierten en una mera exhibición que resulta solamente una búsqueda de sí mismo. Hoy voy feliz a encontrar es estas maravillosas mujeres consagradas que, desde el secreto de su casita solariega en Lomas Altas, con sus ayeres y su hoy, dan cátedra de que lo que dice el Evangelio es verdad. ¡Mis queridas «Eliseas» que mantienen vivo el espíritu inesiano: ¡Las quiero, las admiro, están siempre en la patena de cada Misa, en la súplica de cada oración, en la alabanza de la adoración y en las páginas de mi Liturgia de las Horas. Junto a ustedes, recordando y buscando imitar a Nuestra Madre María Inés, bajo el cuidado de María Santísima vestida de Guadalupana, de quien les llevo la bendición que ayer le imploré, oro a nuestro Dios diciendo: Concédenos, Señor, este mismo «espíritu», ¡tu Espíritu! El Espíritu que Eliseo recibió, el Espíritu que a María Inés Teresa alentó. Haz de nosotros hombres y mujeres espirituales, transfigurados desde el interior, hombres y mujeres que tienen «un manantial en ellos», hombres y mujeres de los que mana «el agua viva». Amén. ¡Bendecido miércoles para todos!
Padre Alfredo.
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