Ayer mis papás celebraron sus primeros 58 años de casados. Por teléfono lo primero que me dijo mi papá fue: «¡Hoy no salimos a ningún lado, la pasamos como un día ordinario, aquí estuvimos!»... y siguió platicando conmigo haciéndome ver lo maravilloso que pasaron el día en casa. Cuando me dijo: «Te paso a tu mamá para que ella te cuente», gocé al palpar el gozo del amor de unos esposos que muy entrados en años, de edad y de casados, que saben vivir cada día con sus afanes. «Ayer estuvieron todos los Delgado Cantú aquí en casa» me dijo mi madre y me compartió el gozo del domingo día del padre y el festejo en familia de sus años de ese caminar juntos que hablan de perseverancia, fidelidad, comprensión, aguante y tantas cosas más que hoy es difícil percibir en muchas parejas de casados. El verdadero amor no pasa nunca. ¿Y quién no anhela un amor así? Es increíble, pero cuando leí la primera lectura para hoy contemplé a un profeta Elías y en él a un hombre cabal, totalmente entregado a Dios, y totalmente entregado a sus hermanos los hombres. Un hombre capaz de vivir en relación con lo invisible, en la oración y capaz de arriesgarse, en servicio de la justicia y pensé en «el riesgo» que todo matrimonio corre para perseverar en esa historia de amor que hoy y siempre es «invadida» por testimonios tan terribles como el que deja el matrimonio de Ajab y Jezabel.
Después de la fechoría del matrimonio de Ajab y su mujer, llega la denuncia por parte del profeta (1 Re 21,17-29) que echa en cara valientemente a Ajab la grave falta que ha cometido sin preguntar siquiera a su mujer como es que Nabot o por qué Nabot fue apedreado: Ajab ha asesinado y robado y ha hecho «pecar a Israel» con la idolatría y con no haber enseñado a su mujer lo que es y para qué es el udo del poder. Y es que «no hubo otro que se vendiera como Ajab para hacer lo que el Señor reprueba, empujado por su mujer Jezabel». ¡Qué terrible puede resultar un matrimonio que no camina por la Voluntad del Señor! ¡Cuántas fechorías se cometen cuando uno, cegado por la ambición, se deja llevar por malas decisiones del compañero o compañera de vida! Elías le anuncia un duro castigo de Dios, aunque luego, por el arrepentimiento mostrado por el débil y voluble rey, le dice que sucederá más tarde. La justicia social entra también, y de modo muy importante, en el campo de la actividad de los esposos. El Catecismo de la Iglesia católica cita una dura homilía de san Juan Crisóstomo, en la que se queja de unos cristianos que muestran un culto muy cuidadoso al Cristo eucarístico, pero no tienen en cuenta al Cristo que está en la persona del hermano: «Has gustado la sangre del Señor y luego no reconoces a tu hermano... Dios te ha invitado a esta mesa, y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso» (CEC 1 397). La misericordia empieza en casa, y empieza precisamente entre los esposos... ¿Qué era más importante, la unidad y la paz entre Ajab y Jezabel, la fidelidad y concordia en su matrimonio o una viña que era capricho de él?
En el sermón de la montaña sigue Jesús contraponiendo la ley antigua con su nuevo estilo de vida: esta vez, en cuanto al amor a los enemigos (Mt 5,43-48) y con eso me he puesto a ver que cualquier matrimonio que quiera perseverar, tiene enemigos a los que debe amar, pero no secundar sus fechorías... Lo que ha de caracterizar a los matrimonios cristianos es algo «extraordinario». En la pequeña historia que cada día vive un matrimonio —«¡Hoy no salimos a ningún lado, la pasamos como un día ordinario, aquí estuvimos!»— suceden muchas cosas, se comenta, se planea, se comparte, se riñe, se decide... se crea un campo de examen y de propósito para seguir perseverando amando poniendo buena cara a los hijos, a los amigos y a los que no lo son tanto. ¡Qué bonito es para un hijo sentir por teléfono a unos papás que por 58 años han buscado actuar como Dios, que es Padre de todos y manda su sol y su lluvia sobre todos! Tal ves papás no le han dado lluvia a nadie, pero sí han podido ofrecer una buena cara como la del sol que brilla, en la acogida, la ayuda, las palabras amables y, cuando haga falta, el perdón a muchos que han pasado por casa, tal vez no todos en son de una amistad sincera, pues en tantos años hay de todo. Lo que Jesús trajo al elevar el matrimonio a sacramento, fue una propuesta de un hombre y mujer nuevos, superadores de las cadenas del egoísmo y de la venganza. Jesús predicó que no basta amar a los que nos aman —lo cual es fácil, sale de dentro, y lo hacen hasta los paganos—, sino también a los que no nos son agradables, y a los que nos perjudican, incluso a los que nos quieren mal o nos causan mal. El matrimonio es una comunidad de vida y amor que, según enseñó Jesús, debe ser más que un par de tórtolos bondadosos entre sí. Deben ser hermanos capaces de hacer fecundo su amor, de ir más allá perdonar y de perdonarse, de rogar por aquel que les daña y de devolver bien por mal en una sociedad que, instigada como Jezabel por el ansia del poder, del tener y del placer vive, buscando argumentos racionales equivocados y egoístas sin seguir el ejemplo del Padre Celestial que, «casado con su pueblo en la Iglesia», actúa con nosotros siempre cuidándonos, dándonos lo mejor y devolviéndonos bien por mal, ya que a pesar de nuestros pecados igual gozamos de los bienes naturales como si fuésemos buenos. Ante esta sociedad que se mueve bajo los criterios de la ley de la compensación, del amor interesado o incluso de la venganza, el Reino de Dios se yergue como una verdadera alternativa en matrimonios como los de Alfredo y Blanca, porque sé, que gracias a Dios hay muchos otros así que, imitando a José y María en Nazareth, nos dejan ver a Jesús que vive ahí en el gozo del compartir cada día en sencillez y alegría. ¡Hoy en la Basílica pido por ellos y por tantos matrimonios así y encomiendo, de manera muy especial, a quienes han luchado por perseverar y han visto quebrantado su ideal porque la otra parte no quiere dar más y heroicamente le han dejado ir amando y diciendo: «te perdono»! Han de dispensar lo interminable de la reflexión de hoy. Amén.
Padre Alfredo.
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