jueves, 14 de junio de 2018

«Orar como el profeta Elías»... Un pequeño pensamiento para hoy


Estos días, en la primera lectura de la Misa diaria, hemos estado iluminando nuestra vivencia de fe con el profeta Elías en el primer libro de los reyes. El día de hoy la Escritura nos dice que Elías estaba seguro de que Dios, después de la profesión de fe que había hecho su pueblo tras el desastre de los falsos profetas de Baal, concedería la lluvia, poniendo final a la larga sequía. (1 Re 18,41-46). La misma Biblia dice en Santiago 5,18, que Elías «oró» para que se acabara la sequía, y todo indica que el profeta elevó dicha oración cuando se hallaba en la cima del monte Carmelo. El profeta se puso a orar «encorvado hacia tierra, con el rostro en las rodillas», y su oración fue escuchada. La pequeña nubecilla que su criado vio aparecer en el horizonte —desde el Carmelo se divisa el mar Mediterráneo, que es de donde proceden las lluvias de Palestina y la vista es preciosa—, preludiaba el diluvio que todos esperaban. El ejemplo de Elías nos enseña mucho sobre el poder de la oración. Lo principal para él era que se cumpliera la voluntad de Dios. De hecho su nombre significa «el Señor es mi Dios» y de acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida, consagrada totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. 

El profeta Elías fue el instrumento que Dios escogió para llevar al pueblo a volver su corazón hacia Él. El pueblo había sufrido las consecuencias de su pecado; sin embardo Elías se puso con su oración entre Dios y su pueblo y estuvo dispuesto a pagar aún con su propia vida, con tal de que Israel, entendiera que Yahvé era el Dios Creador sobre todas las cosas y que, por su infinita misericordia, estaba dispuesto a perdonar si ellos se arrepentían de su mal caminar. Como dije al inicio de la reflexión, la oración de Elías fue realizada con el fin de la sequía parara, pero también por la unidad del pueblo, al ver todo lo que sus hermanos israelitas estaban sufriendo. Y es posible que con la misma oración diera gracias al Señor por más de dos cosas, porque aparte estaba el milagro que había efectuado aquel mismo día. De igual manera, nuestras oraciones también pueden elevarse al Señor por muchos motivos y deben reflejar que confiamos en su misericordia y estamos sinceramente agradecidos por sus bondades, que nos preocupamos por serle fieles y por el bienestar de los demás (cf. 2 Cor 1,11; Flp 4,6). 

Por su parte, en el Evangelio (Mt 5,20-26) Jesús, como Hijo enviado por el Padre, habla, lleno del Espíritu Santo, con la autoridad del profeta definitivo enviado por Dios, aclarando la manera de pensar con relación a la mentalidad de los letrados y fariseos sobre la ley, la cual, según Jesús, tiene un problema gravísimo de legalismo, de exaltación de la legislación y de la norma por encima de todas las cosas. Jesús quiere prevenir a sus discípulos a no quedarse en la letra de la ley sin profundizar en su espíritu, que es más exigente y que reclama, como sabemos, una comunicación continua con Dios que se da en la oración. La mentalidad legalista habla de un cumplir por cumplir, en cambio, cuando se vive la ley desde un corazón orante, las cosas se ven diferentes y se capta que el cumplimiento ciego de la ley no amarga la vida con cargas pesadas, sino que le da la libertad de saberse escuchados, motivados y conducidos por Dios. Así, el Evangelio de hoy nos aclara que el camino de Jesús no es un conjunto de reglas pesado e insoportables que rigen solamente el exterior del hombre. Lo que realmente importa es la autenticidad con la que vivimos, la confianza con la que nos sabemos motivados por el Señor, la confianza que adquirimos en el diálogo con Él mediante la oración. La fidelidad al Señor ha de situarse muy por encima de la aparente que vivían los letrados y fariseos. La fidelidad a Dios se entiende de modo intensivo y extensivo, en calidad y totalidad por la oración perseverante como la de Elías, la de María y de muchos santos. Es insuficiente el legalismo, que se contenta con guardar preceptos; aunque el discípulo–misionero no puede ser negligente en la práctica de su compromiso, este debe estar sellado por la oración. La puerta para «entrar en el reino de Dios» es precisamente la primera bienaventuranza. A ella se refiere la necesidad de orar: «Bienaventurados los pobres de Espíritu» (Mt 5,1) porque el pobre, siempre se sabrá necesitado de recurrir a Dios. ¡Bendecido Jueves recordando que Jesús nos espera en la Eucaristía para orar! 

Padre Alfredo.

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