lunes, 30 de octubre de 2017

Hermana Guadalupe García... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo XIV

Hay personas que te acompañan de alguna manera prácticamente toda tu vida. Ese es mi sentir con relación a la hermana Guadalupe García, a quien recuerdo desde que yo era pequeño y me llevaban una que otra vez a Misa al convento de las Misioneras Clarisas en Monterrey en donde ella fue superiora por muchos años.

María Guadalupe García López, nació en Guadalcázar, San Luis Potosí, México, en 1933. A los 20 años de edad ingresó a la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento e hizo sus votos perpetuos en 1963. Especializándose en Matemáticas en Monterrey, Nuevo León concluyó sus estudios profesionales más adelante en Guadalajara, Jalisco. Todo esto en la República Mexicana.

La hermana Guadalupe, que en sus inicios de vida religiosa estuvo en Puebla, desde 1958 fue destinada al Colegio Isabel la Católica, en Monterrey, como profesora en la primaria y posteriormente fue de las iniciadoras de la sección de Secunadaria en el mismo colegio. Fue ahí, en Monterrey donde pasó la mayor parte de su vida religiosa. Dotada de una inteligencia extraordinaria y de muchos dones y cualidades, la «Madre Guadalupe» como le decían muchos de los alumnos y maestros en aquellos años, supo llegar también al corazón de muchos de los padres de familia y de innumerables personas de la colonia Cuauhtémoc, en donde está enclavado el colegio. En su trato con todas las personas era de exquisita educación y deferencia, fina, respetuosa, atenta con cuantos acudían a ella. Ahí mismo fungió en dos diversos periodos como superiora de la comunidad y directora general de los cuatro sectores del colegio, fomentando al mismo tiempo un apostolado fecundo en la parroquia y en otros lugares cercanos impulsando a las hermanas y a los miembros del grupo de Van-Clar a ser almas apostólicas y contemplativas. Allí en Monterrey le tocó acompañar a las primeras vocaciones de los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal, estando siempre al pendiente de los primeros hermanos que estudiaban en el Seminario de Monterrey, en donde era apreciada por algunos de los sacerdotes formadores con quienes mantenía una muy buena y respetuosa relación.

Yo la conocí más profundamente en esta etapa, pues desde mi ingreso al seminario, el 17 de junio de 1980 hasta el día que me ordené sacerdote, ella estuvo al pendiente de mi formación y apoyando en todo cuanto era posible, delegada por la madre Teresa Botello y acompañada por la hermana Juanita Oropeza,  para que el carisma de Madre Inés se fuera consolidando y no faltara en nuestros primeros pasos. Cada mes organizaba a la comunidad para que nos acompañaran en las convivencias familiares del Seminario y era común verla en las diversas actividades a las que el Seminario de Monterrey invitaba a las familias. 

Manteniendo una relación estrecha con alumnas del colegio, ex-alumnas y amigos y bienhechores como lo fueron mis padres, se mantenía siempre ecuánime con una serenidad en sencillez que hacia descubrir a una persona llena de Dios. Colaboró en el gobierno regional del instituto como consejera regional por muchos años y desarrolló su vida religiosa y académica también en el colegio Sonora, de Huatabampo allá en el estado de Sonora y en el instituto Scifi de Ciudad de México. Sus últimos años, en el campo de la docencia, los desarrolló con entusiasmo en la escuela María Inés, de la Florecilla, en el estado de Chiapas. Son muchos los testimonios de personas que, con cariño y gratitud hablan sobre su entrega, su testimonio como religiosa, su capacidad de mediadora y conciliadora, consejera y amiga.

Su gran capacidad intelectual y su capacidad organizativa y práctica unidas a una responsabilidad impresionante en el cumplimiento de sus deberes de consagrada, gustaba de la liturgia y el canto. ¡La recuerdo muy bien su empeño en que cantáramos! Apoyada por el profesor y compositor José Hernández Gama, logró que en Monterrey y durante algunos años, tuviéramos un coro integrado por Misioneras Clarisas y Misioneros de Cristo. Allí mismo en Monterrey, como superiora de nuestras hermanas Misioneras Clarisas, impulsó la unidad entre los miembros de la Familia Inesiana, promoviendo diversas actividades como retiros y convivencias en los que participábamos hermanas, hermanos y Vanclaristas. En las reuniones espirituales que organizaba, no faltaba nunca la Eucaristía y la meditación de la Palabra de Dios, además del rezo del Rosario, que nunca dejó, incluso hasta sus últimos momentos antes de ser llamada a la Casa del Padre. Promovía además las veladas literarias y todo lo que impulsara la cultura poner al servicio todos los dones de liderazgo que Dios le regaló. Supo sacar jugo a la firmeza de su carácter tanto como superiora, o como hermana en la vida de comunidad; dentro de su seriedad, sabía convivir fraternalmente con todas. Con mucha entrega generosa, desplegó también actividades apostólicas en otras casas donde ella estuvo: en Puebla, en la casa de La Villa de la ciudad de México, en donde colaboró directamente en las Obras Misionales Pontificio-Episcopales. Estuvo también en Huatabampo, en Casa Madre, en la misión de la Florecilla, Chiapas y por último en la Casa del Tesoro.

En el año 2007, la hermana Guadalupe celebró sus 50 años de vida consagrada, siguiendo con aquella labor escondida y callada que había iniciado desde hacía muchísimos años, de confeccionar corporales, manutergios y purificadores (lienzos sagrados para Misa) para la capilla del convento, para la parroquia y para regalar a los sacerdotes que ejercían su ministerio al servicio de la congregación de las Misioneras Clarisas, entre los cuales me encontraba yo, que siempre me sentí tan favorecido, no solo por esos regalos, sino por el valiosísimo regalo de tener como amiga a una mujer consagrada «de una pieza» a quien había visto desplegar su consagración desde que era prácticamente un chiquillo en Van-Clar. ¡Con qué sencillez me pedía en sus últimos años que la escuchara en confesión! Era yo quien quedaba edificado por su profunda vida espiritual. En mis tiempos de seminarista recuerdo a algunos sacerdotes que gustaban de ir a celebrar la Misa al convento y disfrutaban de la paz que ella hacía reinar en la comunidad. Incluso uno de los obispos de aquellos años decía: «Vengo aquí porque me siento acogido y es para mí como el descanso en un Oasis».

Habiendo sido probada por el dolor de su última enfermedad, que supo sobrellevar con tranquila prudencia y paciencia, fue perdiendo sus facultades y fuerza física, además de la memoria reciente, situación que ella vivía con paciencia y naturalidad, sin perder su característica educación y conservando cel gusto por la lectura, soportando y ofreciendo el dolor y el cansancio con dignidad y abnegación. Siempre pensando en los demás, debido a su serio problema de columna, ya no era capaz de levantarse, sentarse o acostarse por sí misma, cosa que hacía necesario el que alguna hermana la levantara o la acomodara en la silla de ruedas. Ella con mucha deferencia hacia quien hacía de enfermera le preguntaba si no se había lastimado al moverla, o bien le decía: «no te vayas a lastimar, ¿estoy muy pesada verdad?...» De ella aprendí esa frase que a veces me escuchan como respuesta cuando me preguntan que cómo estoy y yo les digo: «¡como Dios quiere!» Conociendo las hermanas enfermeras su estado de sufrimiento por los dolores que tenía por la columna dañada, le procuraban el medicamento necesario, pues ella no lo pedía.

Consciente y devotamente preparada, entregó su alma al Señor, que vino a recogerla en sus brazos amorosos para llevarla a su descanso y gozo eterno del cielo el 11 de marzo de 2017 en la «Casa del Tesoro», en Guadalajara, Jalisco, México.

P. Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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