El Evangelio de san Lucas es muy explícito, utiliza muchas expresiones, pudiéramos decir «espectaculares», que sirven como signos para referirse a realidades que no podemos definir de otra forma. En la perícopa que la liturgia de hoy propone (Lc 12,49-53), Cristo ha venido a traer «fuego a la tierra». Esta expresión, que el evangelista pone en boca de Cristo, hemos de entenderla referida al Espíritu Santo. Jesús habla del fuego del Espíritu, ese fuego que lleva en su interior –en su corazón–, ese deseo ardiente y apasionado para anunciar y extender el Reino de Dios y prender, también, en los que le escuchan, ese fuego que debe arder. El Señor está totalmente comprometido con el Reino, pero sabe que su predicación le va a llevar a la muerte, por eso advierte que «no ha venido al mundo para traer paz, sino división» (Lc 12,51). Y es que, si nos ponemos a pensar, nos damos cuenta de que, si vivimos la fe de manera apasionada y radical, aparecen, «de cajón», los conflictos y divisiones, incluso con los más allegados a nosotros, que no entienden nada de la clase de «fuego» que traemos.
Seguir a Jesús y a su Evangelio conlleva tomar decisiones fuertes, tomar opciones preferenciales y determinantes y, por consecuencia, eso causa divisiones. ¿Quién de nosotros no ha tenido dificultades por seguir a Jesús, por querer ser fiel a la verdad, por sobreponerse a las «malas vibras» –como dice hoy mucha gente en el lenguaje moderno– y a tantos obstáculos para conservar la fe? En este sentido la Buena Noticia de Jesús es realmente siempre una fuente de división, un «signo de contradicción» (Lc 2,34). Muchas veces, donde la Iglesia anuncia la Buena Noticia, esta se vuelve un «signo de contradicción» y de división. Personas que durante años vivieron acomodadas en la rutina de su vida cristiana, y que ya no quieren ser incomodadas por las «exigencias» del Evangelio. Personas incomodadas por los cambios que la conversión plena exige, y que usan toda su inteligencia para encontrar argumentos en defensa de sus opiniones condenando esas exigencias como contrarias a lo que ellas piensan ser la verdadera fe. Así, vemos que no es que Jesús pretenda sembrar la división en los vínculos familiares, sino que quiere resaltar que lo primero en nuestras vidas es el Reino de Dios, el proyecto de salvación, su propuesta y entrega total.
¡Qué maravillosa invitación la que Cristo nos hace este jueves para vivir nuestro Bautismo de forma radical sin miedo! Él exige al discípulo-misionero una determinación sincera, tajante y total. A Jesús no le agradan las cosas a medias. Ante Él, con Él y por Él hay que decidirse. El Reino de Dios, el proyecto de Dios es lo más importante para el hombre y la mujer que quieren vivir del Evangelio. ¡O se le toma o se le deja!... no hay medias tintas, aunque esa determinación cause conflictos. En una sociedad que favorece la muerte de los no-nacidos y de los ancianos, que aplaude el crecimiento desmedido de unos pocos ricos frente a la miseria de la mayoría, los discípulos-misioneros estamos llamado a ser «signo de contradicción» como Jesús. Hombres y mujeres de Iglesia, fieles y coherentes, dispuestos a sufrir la contradicción constante de una vida entregada a la causa del Evangelio. Ese es el ardor con que Cristo propone a sus seguidores asumir su vocación de entrega, de «quemar las naves», de aceptar como lo más importante, con santa obsesión y entrega, el proyecto de Dios. Pidámosle a María Santísima, que se dejó cubrir por el fuego del Espíritu, que nos ayude a que ese fuego, que nosotros también hemos recibido y que se ha fortalecido con el sacramento de la confirmación, arda en una vida de gracia, para ser auténticos discípulos-misioneros, que contagien esta manera de vivir y así seamos sembradores de paz. Este es el cumplimiento de la bienaventuranza proclamada por el mismo Jesús: Dichosos serán ustedes cuando los injurien y los persigan, y digan contra ustedes toda clase de calumnias por causa mía (Mt 5, 11). ¡Bendecido jueves!
Padre Alfredo.
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