El pasaje del evangelio que la liturgia de la Iglesia nos ofrece el día de hoy para reflexionar (Lc 12,13-21), está solamente en el evangelio de San Lucas. Es decir, no tiene paralelo en otros evangelios. Este pasaje forma parte de la descripción del camino de Jesús, desde Galilea hasta Jerusalén, que ya he comentado que abarca una gran parte del Evangelio (Lc 9,51 a 19,28), en el que Lucas nos comparte la mayor parte de las enseñanzas de Jesús y que, como este caso, no se encuentran en los otros tres evangelios (cf. Lc 1,2-3). El evangelio de hoy nos trae la respuesta de Jesús a una persona que en medio de la multitud le pide que medie en el reparto de una herencia (Lc 12,13). Como mucha gente de hoy, aquel personaje quería poner a Dios de árbitro de un asunto que a él le tocaba resolver. Y claro, como es de suponer, recurrió a Jesús para obtener votos a su favor, diciéndole qué es lo exactamente tiene que hacer: «¡dile a mi hermano!». Pero Jesús no cae en su jueguito. Le llama «amigo» (Lc 12,14) pero lo ubica en su situación: «¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?». Jesús tenía, y sigue teniendo hasta el día de hoy «amigos», amigos pobres y amigos ricos. En aquel tiempo acudía a sus casas y aceptaba sus invitaciones y les hablaba con la verdad. La cuestión importante para Jesús no era que sus amigos fueran ricos o pobres, sino que organizaran y programaran sus vidas en torno Dios, y no a las cosas del mundo. Por eso nos pone esta parábola del hombre que hace cálculos meramente terrenales y en torno a los bienes materiales.
Vivimos en una sociedad que se sumerge cada día con más entusiasmo y fervor... ¡en las cosas materiales! Una sociedad interesada en ganar y gastar más dinero, el mejor carro, la mejor casa, la mejor ropa, aunque para ello se tenga que dejar a un lado convicciones tanto sociales como religiosas. Los valores económicos, el poder, el éxito, el prestigio, la buena vida, son cosas que atraen poderosamente a la gente de nuestro tiempo. Pero, es una lástima que como sociedad, no pongamos el mismo cuidado y dedicación en la adquisición de los valores éticos, religiosos y culturales; en el compartir, en la amistad, en la familia, en el trabajo en equipo, en el estudio, etc. ¿Para que servirán todas las cosas materiales cuando nos presentemos ante el Señor? Yo no quiero decir con esto que no busquemos mejorar nuestra vida y la de toda nuestra sociedad, pero el auténtico discípulo-misionero, el que realmente sigue al Señor, debe tener la Fe y la confianza en que, si seguimos sus pasos, nunca nos va a dejar en la calle y siempre tendremos lo que realmente necesitamos para vivir. Dios nunca abandona y, es más, hasta puede que nos dé, por su gracia y su infinita misericordia, más de lo que necesitamos. «Busquen los bienes de allá arriba» –dice San Pablo (Col 3,1-4)–, esos bienes que son bienes aquí y ahora y lo van a seguir siendo después.
Esta es la sagacidad que nos pide Jesús: «Armonía y equilibrio entre esta vida y la otra». Y hacerlo, muy en particular, con lo que nos puede enriquecer aquí y allí. Lo que hizo él; lo que hizo su Madre santísima, lo que hicieron y hacen los santos. Vivir en una dependencia constante a Dios, como decía la beata María Inés: «Depender más que nada de la divina Providencia. Estar siempre seguros, como lo hemos estado, que jamás nos faltará si, ante todo buscamos primero su reino, entonces todo lo demás, nos llegará por añadidura» (Consejos, Doc. 00486, f. 1360. El valor de una vida no consiste en tener muchas cosas, sino en ser rico para Dios (Lc 12,21). Pues, cuando la ganancia ocupa el corazón, no se llega a repartir la herencia con equidad y con paz. El Papa Francisco decía un día: «Nunca he visto un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre», indicando que lo que se nos va a pedir en aquel momento es la vida, no son nuestros bienes y dineros. Pidamos el sano equilibrio: no podemos despreciar el dinero que necesitamos, pero tampoco debemos poner nuestro corazón y depositar nuestra confianza en él como centro de nuestras vidas. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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