Muchas veces, en el Antiguo Testamento, los profetas hablaron y anunciaron los bienes de la salvación y especialmente aquellos de los tiempos escatológicos con la figura de un banquete (Is 25, 6-10a). En el Nuevo Testamento, recurriendo también a esa misma imagen y aclarándonos que el único mediador de la salvación es Jesús, que continúa ejerciendo su mediación a través de la comunidad de sus discípulos, la Iglesia, fundada por el mismo Cristo sobre el cimiento de los Apóstoles, invita a un banquete en la Jerusalén Celestial. El Evangelio de hoy habla de un banquete (Mt 22,1-14). Un rey que organiza la boda de su hijo y cuyos invitados, poniendo uno y mil pretextos, no quieren ir. La indiferencia de los convidados llega a tanto, que el rey decide buscar otros invitados que participen en la fiesta y ellos entusiasmados responden (Mt 22,10). Al final del relato, aparece algo sorpresivo. Hay un invitado que no porta el traje adecuado (Mt 22,12) y en nuestro interior pueden surgir preguntas como éstas: ¿Por qué el rey echa a ese invitado que se había olvidado de llevar un traje adecuado? ¿Cómo es posible que Dios eche a alguien? ¿No está eso en contra de esa imagen de Dios Padre que acoge a todos?
Puede sonar demasiado extraño, en primer lugar, que por una parte alguien rechace la invitación a una boda donde habrá vino, música y buen ambiente y por otra, que muchos que no han sido invitados inicialmente no tengan obstáculo alguno para asistir. Pero es claro que esta parábola Cristo nos la dibujó así para que comprendiésemos que todos estamos llamados a participar del gran banquete que celebrará en el cielo, con o sin previa invitación escrita. Sólo nos hace falta cumplir un requisito que el evangelio lo pone como algo externo pero que en realidad —por lo menos en tantas y tantas bodas que he celebrado en mis 28 años de cura—se le da demasiada importancia y es el vestido. No fácilmente entraría en una fiesta de bodas alguien en shorts y playera sin mangas, en chanclas de baño o con gorra de baño ni aunque la fiesta sea en la playa —y que lo digan los que se casan en las playas de Cancún o el resto de la Riviera Maya—, por lo menos ropa blanca de manta, guayabera, vestido típico pero algo especial. Es necesario e indispensable entrar con el ajuar apropiado al gran banquete que Cristo nos invitará, este ajuar es la vida de gracia. Por eso expulsaron de la boda al hombre que no llevaba el traje apropiado, porque no estaba en vida de gracia. Y la gracia, como la llama santo Tomás de Aquino, es "nitior animae" es decir, esplendor del alma, presencia de Dios en nuestra alma.
Teresa de Ávila, la gran santa y doctora de la Iglesia, maestra de místicos y directora de conciencias a quien la Iglesia recuerda el día de hoy, como cada 15 de octubre; destacó, entre esas otras cosas, por ser una mujer práctica que se ocupaba incluso de las cosas mínimas del monasterio y nunca descuidaba nada, porque, como ella misma decía: «Teresa, sin la gracia de Dios, es una pobre mujer; con la gracia de Dios, una fuerza». En la introducción a la historia de su vida hace esta observación: «Yo hubiera querido que, así como me han ordenado escribir mi modo de oración y las gracias que me ha concedido el Señor, me hubieran permitido también narrar detalladamente y con claridad mis grandes pecados. Es la historia de un alma que lucha apasionadamente por subir, sin lograrlo, al principio». Teresa es una mujer que se presenta como criatura de carne y hueso, pero que busca ponerse el vestido adecuado para la boda... ¿Qué no podremos hacerlo nosotros? En nuestras manos está el darnos «una manita de gato al alma» para entrar a participar en el banquete de la vida al que Dios nos invita. Tenemos que saber vestirnos para la ocasión. ¡Roguemos a María Santísima que ella sea quien revise nuestro traje! La fraternidad, la sonrisa, la justicia, son las ropas que nos adornarán y que harán la fiesta posible. No vaya a ser que le agüemos la fiesta a Dios y a nuestros hermanos.
Padre Alfredo.
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