La Iglesia celebra hoy a san Lucas, el insigne evangelista que nos ha dejado en su evangelio las páginas que más y mejor nos hablan de la ternura cercana de un Dios misericordioso. La tradición nos ha dejado en herencia que era un médico y que acompañó a san Pablo en muchos de sus viajes apostólicos, incluso en su última etapa de encarcelamiento. San Lucas, obviamente contagiado por san Pablo, nos presenta en todo su evangelio una intención misionera y universal que permea todos los acontecimientos que narra. De hecho, una tercera parte de sus escritos lo constituye un largo viaje de Jesús a Jerusalén. En concreto, la perícopa para la reflexión de hoy, alude a la misión de los Doce, y completa la acción apostólica con el envío de los setenta y dos que, de dos en dos, Jesús ordena que vayan cual mensajeros o precursores (Lc 10,1-9), recordándonos que el que anuncia, no necesita nada más… «¡solo Dios basta!» decía santa Teresa. De allí que no sea necesario llevar nada sino el corazón libre y sin fronteras en una misión permanente, que no se puede dejar de ejercer, mientras el anuncio del Reino no haya llegado a todos.
El propósito del envío, que el evangelista homenajeado hoy nos presenta, es que los discípulos-misioneros preparen los caminos que después recorrerá el Maestro; la estrategia no puede ser otra que la austeridad y sencillez propias de Cristo, para que quede siempre patente que la fuerza está en Dios Padre y nunca en la persona que presta su voz a la Palabra; los procedimientos a desarrollar están indicados con claridad: dar la vida, buscar la salvación integral de la gente, ayudar a vivir como Dios manda, anunciar contra viento y marea la cercanía de la misericordia de Dios Padre con todos, en especial con los pequeños y sufrientes. En una palabra, los discípulos-misioneros deben adelantar la presencia de Jesús de Nazaret con todos los que esperan y necesitan la venida del Dios-con-nosotros, teniendo bien claro que en el salario del apóstol está o puede estar también el rechazo y la incomprensión.
Leyendo y meditando este evangelio, podemos re-estrenar la confianza en aquel que nos ha enviado también a nosotros con todos los demás apóstoles y discípulos-misioneros para anunciar la alegría que viene de lo alto y que transforma nuestro mundo. Pero Dios nos advierte que nos manda a evangelizar en medio de lobos, porque este mundo globalizado, en el que nos ha tocado vivir y predicar la palabra de Dios, muchas veces se cierra al mensaje cristiano de la verdad y del amor. Anunciemos la paz que Dios ha venido a traernos hace más de 2000 años, pero que nosotros hemos de renovar todos los días; consiguiendo que quienes nos rodean, sientan en sí la redención que nos ha traído Cristo en el misterio de la Encarnación. Que san Lucas, modelo de entrega a la predicación del Evangelio hasta la muerte, sea quien nos ayude, a llevar a todas las almas al conocimiento de Cristo, para conseguir la paz de nuestras almas. Creo que podemos hoy hacerle un sentido homenaje a san Lucas mirándonos en un especial espejo en el cual él se miró: «María, la Madre de Dios, la primera y más grande misionera». Además de escribir un evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles, a él se le atribuye la primera pintura de la Virgen. ¿Qué vería en ella san Lucas? ¿Por qué la quiso pintar? A san Lucas debemos una serie de rasgos de María, un enriquecimiento de detalles de su figura, que proviene precisamente de un interés por ella como testigo privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también del significado teológico de esa vida que, en ella, nos deja un modelo del discípulo-misionero llamado a continuar la tarea de aquellos 72. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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