El evangelio de este domingo, tomado de san Mateo, en esta lectura continuada que estamos realizando, nos presenta una escena que se produce dentro de los continuos altercados —y preguntas trampa— que los enemigos de Jesús le buscan poner continuamente. Ahora se trata de los fariseos, ante cuyo cuestionamiento Cristo define la esencia de su mensaje: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo». Uno de los fariseos, doctor de la ley, le lanzó a Jesús una pregunta a nombre de todos ellos: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande la ley?» (Mt 22,36) y, ante esto, es que Jesús da esta respuesta con «un extra», puesto que aquel hombre solo le había preguntado por «el mandamiento más grande» y, aunque no había sido cuestionado sobre otro más, Cristo añade que el segundo mandamiento es semejante al primero: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). Es un modo de aclararnos y recordarnos que no se puede amar a Dios, si no se ama también al prójimo. Decir lo contrario es una mentira. Así lo especifica San Juan cuando afirma que quien dice amar a Dios y no ama a su hermano es un embustero (1 Jn 4,20).
Es evidente este domingo, la dimensión vertical y trascendente de este mandamiento que es esencial en el mensaje evangélico, hasta el punto de que, si se prescinde del amor a Dios, todo lo demás no sirve para nada (1 Cor 13,1). Amamos a Dios y al mismo tiempo atendemos a la vertiente horizontal, pues la proyección hacia el hermano, complementa el mensaje proclamado por Jesucristo. Cada domingo, cuando llegamos al Templo —y cada vez que vamos— vemos a Cristo en la cruz. Es un signo que nos reta, pues no solo nos recuerda la muerte de Cristo, sino también el modo como ha de vivir el discípulo-misionero. Cristo siempre nos va a invitar a levantar hacia arriba el corazón, el alma y la mente (Mt 22,37), pero también nos va a urgir a tener los brazos extendidos para hacia el hermano. Sólo así la cruz que cargamos cada día está completa, con los dos trazos, el vertical y el horizontal... ¡bien marcados!
Este domingo Jesús ata juntos el amor a Dios y el amor al prójimo, hasta fusionarlos en uno solo, pero sin renunciar a dar la prioridad al primero, al cual subordina estrechamente el segundo. Es más, todas las prescripciones de la ley —que para los judíos de aquel tiempo llegaban a 613— están en relación con este único mandamiento: toda la ley encuentra su significado y fundamento en el mandamiento del amor. Jesús lleva a cabo un proceso de simplificación de todos los preceptos de la ley: el que pone en práctica el único mandamiento del amor no sólo está en sintonía con la ley, sino también con los profetas (Mt 22,40). Sin embargo, la novedad de la respuesta no está tanto en el contenido material como en su realización: el amor a Dios y al prójimo hallan su propio contexto y solidez definitiva en Cristo como centro de nuestras vidas, y plenamente en Jesús Eucaristía, que nos invita a ser «Pan Partido» como Él. Hay que decir que el amor a Dios y al prójimo, mostrado y realizado de cualquier modo en su persona, pone al discípulo-misionero en una situación de amor ante Dios y ante los demás. El doble único mandamiento, el amor a Dios y al prójimo, se convierte en una columna de soporte, no sólo de las Escrituras, sino también de la vida del cristiano. María nos enseña, con su claro testimonio, que el amor a Dios lleva al amor al prójimo. Dejemos que Ella, la «Madre del Amor Hermoso» nos cuestione preguntándonos: «¿El amor a Dios y al prójimo ¿es para ti sólo un mero sentimiento, una emoción pasajera, un pasatiempo, o es una realidad que invade toda tu persona: todo tu corazón, toda tu alma y toda tu mente? ¡Feliz domingo que tenga como centro la participación en la Eucaristía!
Padre Alfredo.
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