Los discípulos-misioneros de nuestra generación vivimos en un mundo que constantemente pide señales; signos y prodigios que, entre más llamativos o «portentosos» sean, mejor. Jesús llama «mala» a la generación que en su tiempo pide una señal, porque en el fondo sabe que son gentes que no creen en Él y por eso viven pidiendo señales que puedan legitimarle como enviado de Dios. Jesús no les quiso dar una señal, pues, en el fondo sabía que, si ellos pedían una señal, es porque no querían creer. La única señal que se les dará es la señal de Jonás, dice Jesús (Lc 11,29-32). En este contexto de san Lucas, la señal de Jonás tiene dos aspectos: El primero es lo que afirma el texto. Es decir, Jonás fue una señal para la gente de Nínive a través da su predicación. Al oír a Jonás, el pueblo aquel se convirtió. Así, la predicación era una señal para su gente, pero el pueblo no daba señales de conversión. El otro aspecto es lo que afirma el evangelio de san Mateo, hablando del mismo episodio: «Porque si tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre de la ballena, también tres días y tres noches estará este Hombre en el seno de la tierra» (Mt 12,40). Cuando Jonás fue escupido por la ballena sobre la playa, fue a anunciar la palabra de Dios a la gente de Nínive. Asimismo, después de la muerte y de la resurrección en el tercer día, la Buena Nueva será anunciada a la humanidad entera invitando a la conversión para contruir la civilización del amor.
El libro de Jonás es una gran parábola muy interesante que creo que todos conocemos o debemos conocer (vale la pena leer el libro, que es muy corto). En la historia de Jonás, los paganos se convirtieron ante la predicación de este hombre y Dios los acogió en su bondad absteniéndose de destruir la ciudad. Tanto Jónas como Cristo, han sido signos de nuestro Padre compasivo y misericordioso, y trajeron consigo un mensaje, el cual pedía «Escuchar la Palabra del Señor y practicarla amando». El texto evangélico de hoy nos recuerda que siempre andamos buscando signos a diestra y siniestra, pero que solo Dios, es más que todo lo que buscamos por todos lados ante nuestros problemas u otras situaciones, es decir, solo debemos buscar y poner todos nuestros sentidos y nuestra confianza en Dios. Cristo, clavado en la cruz, es la gran señal que anhelamos. La prueba de un amor incondicional y desinteresado; un amor que se entrega hasta el extremo de dar la vida. El crucificado nos hace ver un milagro más extraordinario que cualquier otro que pueda suceder: «el milagro del amor», que se demuestra en el dolor y en la entrega total hasta darlo todo. Basta que le contemplemos detenidamente allí, clavado en la cruz, para que obtengamos una plena seguridad sobre la cual podamos construir o reconstruir nuestra vida: la de sabernos y sentirnos profundamente amados e invitados a amar.
Así, esta señal constituye también una invitación. Jesús Crucificado nos invita a convertirnos en «señales» para quienes rodean nuestra vida diaria. ¡Qué bonito sería que, cuando los que viven a nuestro lado nos vean actuar, trabajar... dar la vida en lo que nos toque hacer, sepan y crean que existe el amor! ¡Qué, por nuestro modo de vivir, tengan los que conviven con nosotros la seguridad de que vale la pena ser discípulos-misioneros del hombre que aparentemente fue derrotado en la cruz! Pero, no debemos olvidar que, para ser «señales» —pruebas vivas—, hay que aprender como Cristo, a subir a la cruz: ahí está la señal del amor. A la Virgen María se le profetizó que «una espada de dolor atravesaría su alma» (Lc 2,35). Es la cruz, la «señal» de amor que la hace «corredentora» con Cristo. ¿Soy señal de amor para mi familia, en mi trabajo, con mis amigos? Me parece ésta una buena pregunta para iniciar la semana laborar y estudiantil, después de haber iniciado nuestra Semana ayer, celebrando el «Día del Señor». ¡Bendecido lunes mis hermanos y hermanas!
Padre Alfredo.
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