Cada sábado la Iglesia, tradicionalmente, desde hace muchísimo tiempo, tiene un recuerdo especial de la Virgen María. Esta Mujer maravillosa de pocas palabras y de grandes obras tiene mucho que enseñarnos, porque en nuestra época nosotros hablamos y hablamos, nos faltan las grandes obras y, además, en un medio en donde no se reconoce abiertamente a Dios y en donde muchos cristianos, poco hablan de Él porque no dejan actuar al Espíritu Santo en sus vidas. San Lucas nos recuerda que Jesús dijo a sus discípulos que «a aquel que lo niegue ante los hombres, Él lo negará ante los ángeles de Dios» (Lc 12,9). María es una persona llena de gracia de Dios, como lo dice el Ángel. Ella no temerá acompañar al Hijo hasta la Cruz y, con su sola presencia en el camino de la Cruz, será la Madre Mártir que, instruida en las Escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magnificat, será reconocida por no negar nunca la divina misericordia de nuestro Dios.
El que niega a Jesús, el que tiene miedo de confesar y reconocer públicamente a Jesús, él mismo se condena. Es necesario decidirse, o con Jesús o contra Él y contra su Palabra de gracia; de esta decisión, reconocer o negar a Jesús, depende nuestra salvación. Es indispensable que el testimonio valiente de Jesús y de la comunión con Él no disminuya en estos tiempos tan difíciles que atravesamos, es decir, no podemos avergonzarnos de ser y de manifestarnos como discípulos-misioneros de Cristo. Dar testimonio de Cristo es para el hombre y la mujer de hoy, que cree firmemente en Él, algo arriesgado y lleva muchas veces al martirio, como Cristo anuncia en el evangelio y como sucede en algunas naciones, pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda; que si Cristo nos invita a dar testimonio de Él ante los hombres, es porque sabe que el mundo está deseando que alguien le anuncie la Palabra de Salvación. En el mundo actual, que tanto alardea de comprensión y tolerancia y que tanto habla y habla de acuerdos y de inclusiones, la Iglesia sigue ofreciendo a Cristo la sangre derramada de quienes no temen dar la vida por él dejando actuar al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien nos permite abrir nuestro corazón para ser valientes y dar la vida. Pero si rechazamos al Espíritu Santo y no lo dejamos actuar, si evitamos su actuar y nos mantenemos tercamente en nuestras actitudes cerradas, ¿cómo podría orientar nuestro corazón en la dirección adecuada para el crecimiento? Por eso la actitud autosuficiente y soberbia, tan habitual en los fariseos de aquel entonces, sigue siendo muy peligrosa para nuestra vida espiritual. Jesús nos lo advierte: «a aquel que blasfeme contra el Espíritu Santo —aquel que no lo deje actuar o niegue su acción—, no se le perdonará» (Lc 12,10).
Puede que a nosotros no se nos presente la oportunidad de ser mártires de sangre, aunque todo puede suceder, incluso una nueva persecución religiosa en nuestra patria. Pero ciertamente Cristo nos pide, cada día, dejar actuar al Espíritu Santo en nuestro ser y quehacer para vivir el martirio que puede suponer ofrecer tantos pequeños y grandes sacrificios que se nos van presentando en el devenir de la vida. Cosas tan sencillas como levantarse temprano, llegar a tiempo al trabajo, hacer un cúmulo de pequeños favores, callarnos cuando nadie nos pide nuestra opinión, dar hasta que duela, aunque no recibamos nada a cambio y tantas cosas más que, por insignificantes que sean, se convierten en pequeñas espinas que podemos ofrecer a Dios, pequeños martirios que hacen de nosotros «otros cristos». El Espíritu Santo trabaja para incitarnos gentilmente a vivir y actuar como Jesús lo hizo: dando vida y vida en abundancia (Jn 10,10). El tiempo que yo le doy a la oración y al servicio a los hermanos, le agrada al Espíritu. El Espíritu entonces nos invita a poner en acción lo que hemos aprendido en la plegaria. ¿Somos conscientes de que ser cristiano reclama afrontar dificultades, insidias y peligros, hasta el punto de arriesgar la propia vida para dar testimonio de la amistad personal con Jesús? ¿Nos avergonzamos o escondemos nuestro ser de cristianos porque a veces no conviene manifestarlo? ¿Estamos dispuestos a dar la vida por Cristo y seguirlo hasta la Cruz como María? ¿Preferimos el juicio de los hombres, su aprobación, o el hecho de no perder la amistad con Cristo? ¿Es un sentimiento liberador saber que siempre podremos pedir la ayuda del Espíritu Santo? Creo que este es un sábado para ponerse a pensar...
Padre Alfredo.
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