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Lo que el discípulo–misionero debe hacer lo hace por su propia voluntad y por amor, como Cristo que dice: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18). La voluntad del que quiere vivir bajo la ley del amor no cumple con su deber porque alguien le controle desde fuera. En el contexto del amor de Dios es donde la propia libertad y la responsabilidad cobran sentido. No hay nadie que mida y cuente nuestros fallos para castigarnos, pero sí hay alguien que, con todo el cariño imaginable, nos anima a que crezcamos y maduremos como personas. Hoy sigue habiendo muchos fariseos de este tipo, gente «católica» que simula una conducta amable dentro del templo, pero luego se convierte en una verdadera fiera para con sus hermanos: El empresario que es cumplidor de los preceptos, pero que no paga lo justo; la persona que clama por la justicia social y en su actividad trabaja mal o roba a su jefe, etc. Puede haber, tal vez, una hipocresía menos culpable, que, alojada en lo más profundo de la conciencia haga despreciar al pecador, al débil, al marginado y ello lleve a ensalzar la propia virtud, creando una barrera infranqueable respecto a esos hermanos necesitados de nuestra ayuda.
Vivir en la ley del amor no es cuestión de palabras prometedoras, como las del hijo que dice: «“Ya voy, señor”, pero no fue» (Mt 21,30). Recuerdo que hay un refrán que reza: «Del dicho al hecho hay mucho trecho» y pienso en el «Sí» de María, dado con todo el corazón para quedarme meditando en una pregunta: ¿El amor es auténtico cuando se le da largas o cuando se demuestra? Hoy es 1 de octubre, día en que recordamos a una santita excepcional que es Doctora de la Iglesia, la consentida de la beata María Inés y de muchos, la que cada día me acompaña de diversas maneras y que decía: «Amor, con amor se paga». ¡Feliz día, mi querida Santa Teresita del Niño Jesús!
Padre Alfredo.
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