Estos días, he pensado mucho en mi condición de sacerdote, un viejo sacerdote —aunque digan que no o el físico no lo muestre, los de más de 60 años somos viejos— que lucha día a día por no perder el entusiasmo conservando la fuerza física y sobre todo el gozo de la vida interior, la vida de la gracia, la vida del espíritu. Anoche, en la misa de precepto, sin saber que esta mañana me toparía con una noticia que me cimbró, prediqué de lo difícil que es ser sacerdote en un mundo en el que a casi nadie llama la atención el dar la vida por los demás. A la luz del Evangelio de este domingo (Lc 10,1-12.17-20) que invita a suplicar al Señor que envíe operarios a su mies porque la cosecha es mucha y los obreros son pocos, compartí con gente algunas de las situaciones difíciles o complicadas que uno tiene que afrontar en un mundo que no entiende lo que es ser sacerdote y se obstina en querer ver en el sacerdote a un ser pluscuamperfecto que está diseñado simplemente para dar y volver a dar, sin necesidad de nada. No es fácil, como en mi caso, levantarse casi a diario a las 4:30 o 5 de la mañana para rezar, entrenar, estudiar, sacar adelante los miles de asuntos por las 9 comisiones diversas que tengo vivir con la sonrisa perenne para recibir a los feligreses, celebrar la Eucaristía como el máximo regalo que tenemos para dar y recibir y confesar con toda la atención del mundo.
Apenas a esta hora, 2:30 de la tarde —a pesar de que me levanté a las 4:30— y que voy a bordo de un autobús que partió hace media hora de CDMX a Cuernavaca, luego de haber volado de Monterrey a ese destino de conexión, sentado de lado y esquivando como puedo los brincos que ese bendito pulman da, puedo compartir mi reflexión de hoy que gira en torno a lo que prediqué y a la inesperada noticia del suicidio de un sacerdote italiano de 35 años de edad que no conocí, pero que lo sé, como a todos los sacerdotes... ¡mi hermano! El padre Matthew Balzano, es, ciertamente, un grito de dolor. Según lo que sé, hace tiempo cayó en una terrible depresión debido a que no podía soportar el peso de la crítica, de las comparaciones crueles, de la presión a la que estamos sometidos los sacerdotes, sobre todo en la tarea pastoral. Yo mismo he compartido con ustedes lo difícil que es estar afuera de misa despidiendo a la gente y escuchar por un oído que te dicen: «¡Felicidades por esta homilía tan maravillosa!» y por el otro, atender al que te dice: «¡Se nota que hoy no tuvo tiempo de preparar la homilía!». Este padre nunca está... el padre está muy gordo porque se le va en comer y comer con las familias ricas del barrio... el padre no tiene entusiasmo porque no aplaude con ganas en la misa con niños... confiesa bien a la carrera... este padre no está gordo porque se la pasa todo el día en el gimnasio y no atiende la parroquia... al padre le encantan las fotos porque se cree muy galán... éste quiere hacer todo por sí mismo... está matando a la parroquia porque se gasta todo en cosas que no valen la pena... ¿Con qué frecuencia no escuchamos estas palabras aquí y en Groenlandia? Lo que importa no son las flores en el altar o las impecables liturgias, sino el apoyo, la escucha, la bienvenida genuina.
El rogar al dueño no es solamente palabrería para tener quien haga lo que queremos a la medida en que le marquemos los pasos y no le ayudemos a vivir su vocación. El dolor de perder a un padre joven y lleno de vida de esta manera no puede ser en vano. Muchos de ustedes saben que una de mis encomiendas es la pastoral sacerdotal, acompañando a mis sacerdotes, algunos tan solos, criticados, enfermos, ancianos, olvidados por muchos laicos que solamente consumen, malinterpretan y critican, sin acoger y alentar. Cómo quisiera que la muerte del padre Mateo no sea en vano. Una comunidad parroquial está de luto. Y aunque nosotros no lo conocimos personalmente… algo en nosotros se debe conmover profundamente. Su muerte no solo nos invita al silencio, sino también a la reflexión urgente sobre como acompañamos a nuestros hermanos sacerdotes para cuidar su salud mental y su vida donada a los demás. Los sacerdotes somos humanos, También nos cansamos; también nos frustramos; también experimentamos el fracaso y la soledad. Hoy mi larga reflexión no es para entender, sino para abrir los ojos y el corazón y al rogar al dueño de la mies que envíe operarios, no los olvidemos. Creo que la partida de este hombre joven, en circunstancias tan dolorosas como el suicidio, nos debe invitar a detenernos, orar y reflexionar profundamente sobre cómo acompañamos a quienes han consagrado su existencia para guiarnos hacia el Señor. Que María, que al pie de la cruz vio la ingratitud del mundo hacia su Hijo, tenga misericordia de este sacerdote y de todos nosotros. ¡Bendecido domingo, día del Señor!
Padre Alfredo.
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