
El Evangelio de hoy (Mt 12,38-42) nos presenta a los escribas y fariseos, esos acérrimos enemigos de Jesús que rechazan el camino propuesto por Jesús para creer: la conversión, —Nínive— y la sabiduría —Salomón—, que pueden ver en Jesús. Por eso, por ciegos, piden «un signo», «una señal» de lo que Él es y de lo que Él hace. Jesús les hace ver que Él es más que Jonás —profeta— y más que Salomón —rey—. Jesús les dice que no habrá más señal que Él mismo e insiste en que es más que ellos dos. Jesús es la señal definitiva. En Él se cumple toda profecía y se realiza todo reinado. No tenemos que esperar a nadie más. Por eso Jesús, en su misericordia les dará —nos dará— un signo: «Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra».
A Dios no hay que pedirle señales, cómo mucha gente busca en diversas devociones. Muchas veces esperan rayos de luz, escarchas, lágrimas que broten de alguna imagen, sonidos de trompetas que lleguen de repente... ¡No! A Dios hay que pedirle que nos dé comprensión y sabiduría para interpretar las señales que en su Hijo Jesús ya nos está enviando. El hombre y la mujer de fe no necesitan de sueños, visiones sobrenaturales, ni que alguien le prediga el futuro proféticamente. Necesitamos más bien un buen colirio para que nuestros ojos puedan ver como iluminar cada una de nuestras acciones con la Palabra de Dios, con el alimento de la Eucaristía y con la guía del Espíritu y sabiduría para dar razón de nuestra esperanza.
A nosotros nos corresponde no ser una generación descreída; ser una generación que sigue el camino de la conversión y ve con claridad «la señal» que es Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa de la Eucaristía. Porque, en primer lugar debemos orar, meditar la Palabra de Dios y recibir a Jesús en la Eucaristía. No podemos pedir a Dios señales sobre cosas para las que él ya ha revelado su voluntad. Hacer lo contrario sería buscar excusas para poder hacer lo que queremos hacer, o para no tener que pensar y convertirnos. Cuanto más puro es un corazón y más vacío de sí mismo, tanto más estará lleno de amor a Dios y a su voluntad, que no ocupará señal alguna. María santísima, porque fue humilde y vacía de sí misma, pudo llenarse del divino amor y la única señal que la mantendrá en pie, será la de su Hijo Jesús, muerto y resucitado para nuestra salvación. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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