Hoy que es día de Santo Tomás -el de «ver para creer», el salmo responsorial, tomado del salmo 116 me sorprende, porque nos hace repetir: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio». Este salmo, que nos recuerda que la misericordia de Dios es firme y su fidelidad dura para siempre, se hace a la vez, para mí y seguro para alguno más de mis lectores, un recordatorio de nuestra condición de discípulos-misioneros, hombres y mujeres llamados a esparcir la misericordia y la fidelidad de Dios por todas las naciones. Hace unos días, en Roma, se me acercó un indigente que me vio con mi camisa clerical -no siempre ando en shorts o bermudas como en vacaciones- y me preguntó en plena calle si lo podía confesar porque sentía una gran necesidad de volver a Dios… ¿Por qué a mí? No lo sé, pero de inmediato me vino a la mente: «Alfredo, eres misionero de la misericordia». Gracias a que dominó un poco el italiano, pude escuchar -como el papa Francisco nos exhortaba a los misioneros- a aquel hombre y terminé compartiéndole unas almendras que estaba comiendo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al descubrir que aún en su condición tan precaria, el Señor lo atendía, lo acompañaba y lo escuchaba en la calle, en su ambiente de vida, sentado en la banqueta confesándose con este padrecito que indignamente recibió este don.
Sí, «ver para creer», como Santo Tomás. Ver que en el misionero el Señor está presente y manifiesta su amor, su compasión, su misericordia y su fidelidad en nuestras vidas. La fe, la confianza en Dios, es un don divino que los discípulos-misioneros necesitamos pedir cada día con humildad: ¡auméntanos la fe! Al contemplar esta escena del Evangelio, el Papa Francisco, de feliz memoria, comentó: «entrando en el misterio de Dios a través de las llagas (…) como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor» (Homilía de la misa del segundo domingo de Pascua de 2018). El evangelio de hoy, narrándonos este hecho (Jn 20,24-29), termina con una mirada de amor universal y una promesa de bendición para el creyente de todos los tiempos: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». Y es que lo que las almas ven en el misionero es un hombre, una mujer consagrados a Dios, seres humanos tan miserables como yo, que nos recuerdan que nuestra fe no depende de lo que vemos, sino de confiar en las promesas de Dios que llega a través de la respuesta al llamado que Dios nos hizo: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio». ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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