San Juan Pablo II, en el año 2002 decía: «¡Qué vocación tan maravillosa la nuestra, mis queridos Hermanos sacerdotes! Verdaderamente podemos repetir con el Salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre» (Sal 116, 12-13)». Por eso, aunque el día 4 fue mi aniversario... ¡yo sigo celebrando! Y celebro, fíjense ustedes bien, la fidelidad del Señor hacia mí, pues a pesar de mi miseria Él no me ha dejado nunca y ha permitido que lo haga presente en cada Misa, que reconcilie con Dios a muchas almas, que dé la entrada a la Iglesia a tantos bautizados, que conforte con el sacramento de la unción a muchos enfermos, que escuche y aliente a quienes necesitan una palabra para seguir adelante, que imparta cursos de Ejercicios espirituales a otros hermanos sacerdotes, religiosos, consagradas y laicos, que acompañe a las familias orando por sus difuntos... no termino nunca de agradecer. ¡Volvería a ser sacerdote como lo he sido hasta hoy!
Voy, por fin, en este último párrafo de los tres que cada día suelo escribir, al Evangelio de hoy (Mt 17,22-27) para comentarlo un poco. La cuestión me hace pensar en la importancia que le damos al diezmo. Desde tiempos de Nehemías era costumbre que los israelitas mayores de veinte años pagaran, cada año, una pequeña ayuda para el mantenimiento del Templo de Jerusalén: dos dracmas —en moneda griega— o dos denarios —en moneda romana—. Era un impuesto que no tenía nada que ver con los otros impuestos que tenían que pagar al imperio dominante. Nuestro señor pagaba cada año este diezmo a favor del Templo, como afirma en seguida Pedro. Cumple las obligaciones del buen ciudadano y del creyente judío para no dar motivos de escándalo y crítica. En otras cosas no tiene tanto interés en no escandalizar —el sábado, el ayuno—. Pero no se podrá decir que apareciera interesado en cuestión de dinero. Nosotros tenemos ahora el diezmo que es voluntario y que se entrega a la Iglesia cada año. Ya sé que muchos, por la vocación de servicio, damos mucho a la Iglesia, pero... ¿cumplimos como Jesús con nuestras obligaciones? Que la Virgen Santísima nos ayude. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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