Los fariseos, como nos dice el Evangelio de hoy (Mt 23-26) eran escrupulosamente minuciosos en algunas bagatelas y contrastando con esto tenían en cambio la manga muy ancha para otros asuntos de mucha más importancia. Jesús, con la actitud que en este trozo de la Escritura toma contra ellos, nos recuerda las grandes exigencias de todos los tiempos: la justicia, la misericordia, la fidelidad. La Ley preveía que cada agricultor debía ofrecer al Templo el «décimo» —el diezmo— de la cosecha. Los fariseos lo habían encarecido al aplicar esta regla incluso a las hierbas que se emplean como condimento: la menta, el anís, el comino... ¡Imagínense ustedes a las amas de casa separando de cada diez un ramito de cilantro para la colecta del Templo! En la vida hay cosas de poca importancia, a las que, coherentemente, hay que dar poca importancia. Y otras mucho más trascendentes, a las que vale la pena que les prestemos más atención.
Hay que preguntarnos: ¿De qué nos examinamos al final del día, o cuando preparamos una confesión, vemos solamente actos concretos, más o menos pequeños, olvidando las actitudes interiores que están en su raíz: la caridad, la honradez o la misericordia? A cada cosa hay que darle la importancia que tiene, ni más ni menos. Es importante cumplir la ley, pero este cumplimiento no es un cumplimiento irracional, sino que debe llevarnos a lo que inspiró al legislador, que es amar y tener misericordia de los demás reconociendo que el único legislador y juez es Dios. Busquemos vivir la Ley como seguramente la vivieron María y los santos. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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