María, elevada al cielo, como afirmó san Juan Pablo II el 15 de agosto de 1999, indica el camino hacia Dios, el camino del cielo, el camino de la vida. Lo muestra a sus hijos bautizados en Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Lo abre, sobre todo, a los humildes y a los pobres, predilectos de la misericordia divina. A las personas y a las naciones, la Reina del mundo les revela la fuerza del amor de Dios, cuyos designios dispersan a los de los soberbios, derriban a los potentados y exaltan a los humildes, colman de bienes a los hambrientos y despiden a los ricos sin nada.
El evangelio de la misa del día de hoy (Lc 1,39-56) nos invita a ver muy de cerca la figura de la Virgen en el canto del Magníficat, cuando ella, llena del Espíritu Santo exulta de gozo y dice: «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava...». Este es el mismo canto que podemos pensar que entona María en su asunción a los cielos. Cantemos cada día el Magníficat, con su fuerza consoladora y su fuerza profética, juntando nuestra voz a la de toda la Iglesia, movidos por la esperanza de llegar, cuando termine nuestra carrera en la tierra, allí donde ella ya ha llegado. ¡Bendecida fiesta de la asunción de la santísima Virgen María!
Padre Alfredo.
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