Iniciamos un nuevo mes en medio de la pandemia de la Covid-19. El coronavirus sigue atacando fuertemente y la recuperación de la normalidad no parece ser alentadora, por lo menos en su rapidez. Al inicio nos decían que había que quedarse en casa un poco de tiempo «mientras pasa la calamidad» como reza el salmo 56, pero la realidad ha sido otra. Quizá, en este tiempo de la globalización tan acelerada en tantas materias, nunca imaginamos como humanidad que un fenómeno que tuvo lugar en un rincón remoto de un continente podía tener consecuencias en el otro extremo del mundo apenas unos días —o incluso horas— después y aquí estamos sumergidos en esta nueva realidad. Por lo menos en Nuevo León, el estado de mi país —México— de donde escribo, el número de contagiados ha crecido en los últimos días y no se ve que tienda a bajar pronto. Es posible que en algunos meses —según se informa— se logre la ansiada vacuna; pero, nada nos garantiza que no aparecerá un nuevo virus que vuelva a generar miedo y zozobra en el mundo. La ciencia y la tecnología deben seguir avanzando para alcanzar mejores condiciones de vida para la población; pero, con la humildad que le permita reconocer sus propios límites. El hombre tiene que volver siempre su mirada a Dios y poner toda su confianza en Él.
La Escritura nos dice: «Dichoso el que confía en Dios, pues el Señor no defraudará su confianza; serán como un árbol plantado a orillas del agua» (Jr 17, 7-8; Cf., también Sal 1, 1-2). ¿En quién o en qué ponemos nosotros nuestra confianza? Hoy el Evangelio (Mt 8,28-34) nos presenta a un pueblo que se parece un poco al mundo consumista y materialista en el que vivimos. Jesús ha expulsado una gran cantidad de demonios que habían poseído a dos hombres y que le pidieron permiso de irse a una piara de cerdos que se precipitó a un lago y la gente le pidió a Jesús que se fuera de allí. ¡Qué impresionante! ¿Dónde estaba el interés de la gente? Les interesa más la economía que la salvación. Le consideran culpable de la pérdida de una piara de cerdos. Dios —aunque no sea comprendido— no hace caso de las barreras creadas por los sistemas; a él le importa el ser humano integralmente, y por eso lo rescata del abismo y le da la posibilidad de ser una creatura nueva, con capacidad de luchar por su comunidad y de dar testimonio del amor de Dios manifestado en su vida que vale mucho, que vale muchísimo. ¿Qué nos dice a nosotros esta prolongada situación de una enfermedad tan agresiva y desconocida? ¿Hacia dónde volteamos y qué queremos alcanzar? Sólo el Señor tiene el control de la vida y sólo él sabe conducir a su pueblo por los auténticos caminos que liberan al hombre de la opresión del mal.
Este virus vio la luz en China, pero no sólo esto malo ha nacido allí; China también es tierra de santos, de mártires, como el caso del mártir san Zhang Huailu, que en el pueblo de Zhuhedian, cerca de Jieshui, en la provincia de Hunan, perseguido por los seguidores del movimiento Yihetuan, siendo solamente catecúmeno confesó espontáneamente que era cristiano y, armado con la señal de la cruz, mereció ser bautizado en Cristo con su propia sangre. ¿Por qué quedarnos sólo viendo lo material? Hoy también entre la difícil situación que vivimos hay santos y mártires que están dando la vida en diversos campos, no sólo en el de la salud. Hay quienes, venciendo el mal, van siendo piedras importantes en la construcción del Reino. Hoy nosotros, ante la adversidad que atravesamos, tenemos que ver que hay un solo poder con el que los hombres deben contar, y es el poder de Dios. De lo demás, incluido el tiempo que dure la pandemia... nada sabemos con claridad. Que María Santísima nos consuele y nos ayude a seguir en la batalla. ¡Bendecido miércoles, inicio de un nuevo mes!
Padre Alfredo.
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