El bellísimo Evangelio de este domingo (Mt 11,25-30), nos deja tres afirmaciones fundamentales: a) sólo el Hijo es capaz de revelar el verdadero rostro del Padre; b) la revelación del Padre se abre a los pequeños y se cierra a los sabios y c) todos los que están cansados y oprimidos pueden encontrar en Cristo alivio. La afirmación central es la primera; las otras dos le sirven de marco y expresan su contenido. La Buena Nueva no puede ser aceptada más que por aquéllos que se presentan ante Dios conscientes de su vaciedad y pequeñez, con la pobreza sustantiva que caracteriza al ser humano, con la actitud humilde y la desesperada búsqueda de algo o Alguien que sea capaz de llenar la propia vida. Características que, por lo demás, pueden darse en todos, incluso en la gente docta, en los doctores de la Ley, como lo demuestra el caso de Nicodemo (Jn 3. 1ss) pero que ante todo reclama sencillez y pureza de corazón, es decir, pobreza espiritual, pequeñez, abyección. Esta gente era la que escuchaba a Jesús con interés, pues nadie antes había hablado de Dios como Él (Jn 7,46). Prendidos de sus palabras, iban descubriendo el verdadero rostro de Dios: de un Dios padre, más que un Dios leguleyo y moralista; de un Dios clemente y misericordioso, más que un Dios cúltico exigente, al que había que satisfacer y aplacar con sacrificios.
Pero, para Jesús, ¿quiénes son los sencillos? Los sencillos, para Jesús, son aquellos que interpretan la vida y la historia como un viaje con Dios a lo largo del cual Dios puede ir educándoles. Un tránsito desde lo que son a lo que tienen que ser, con la seguridad de que, pase lo que pase, Dios siempre estará a su favor. Que ocurra lo que ocurra, siempre hacen, porque pueden y deben, una lectura positiva que les ayuda a crecer en santidad. Y, ¿quiénes son los fatigados y agobiados? Los fatigados y agobiados para Jesús, son todos los que se afanaban inútilmente en el cumplimiento de la Ley y de las tradiciones de los judíos. Los fariseos imponían a la gente sencilla un fárrago de leyes y obligaciones que ellos mismos no podían soportar y no cumplían. De esta manera, lo único que conseguían era atormentar las conciencias y dominar sobre los que se sentían culpables. Jesús quiere ser un alivio para todos estos. El había dicho que la ley es para el hombre y no a la inversa, y en muchas ocasiones contesta con obras y palabras al legalismo de los fariseos. Sin embargo, este alivio es a su vez un yugo, sólo que mucho más ligero, porque es el yugo único del amor. Y es «suave» porque el mismo Jesús lleva ese yugo como ningún otro.
El 5 de julio de cada año, la Iglesia recuerda a san Antonio María Zaccaría, un sacerdote que murió muy joven y en que se cumplió aquello que dice el libro de la Sabiduría: «Vivió muy poco tiempo, pero hizo obras como si hubiera tenido una vida muy larga». Nuestro santo de hoy nació en Cremona, Italia, en 1502. Quedó huérfano de padre cuando tenia muy pocos años. Su madre quedó viuda a los 18 años. Antonio estudió medicina en la Universidad de Padua, y allí supo cuidarse muy bien para huir de las juergas universitarias conservando la virtud de la castidad. Desde joven renunció a los vestidos elegantes y costosos, y vistió siempre como la gente pobre, y el dinero que ahorraba con esto, lo repartía entre los más necesitados. A los 22 años se graduó de médico y su gran deseo era dedicarse totalmente a atender a las gentes más pobres, a los más sencillos, a los cansados y agobiados por la carga, la mayor parte de las veces gratuitamente, y aprovechar su profesión para ayudarles también a sus pacientes a salvar el alma y ganarse el cielo. Pero unos años después, sus directores espirituales le aconsejaron que hiciera también los estudios sacerdotales, y así logró ordenarse de sacerdote. Así fue doblemente médico: de los cuerpos y de las almas. Vivió siempre con sencillez y pureza de corazón atento a la Buena Nueva escuchando y proclamando el Evangelio. Esa es la sencillez que todos necesitamos y por eso este domingo le pedimos a María Santísima, especialista en la materia, que ella nos ayude a alcanzar esta gracia de encontrar descanso en el anuncio de la Buena Nueva. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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