Nuestro Señor Jesucristo tiene un modo de actuar lleno de misericordia. Los fariseos y mucha gente de su tiempo —y del nuestro también— no entendían algunas de las cosas que hacía, Él, aunque intentaba no provocarles innecesariamente, actuó siempre con libertad y entereza como Hijo de Dios y como conocedor y portador de la verdad —«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6)—. Ahora bien, este estilo era el que anunciaba el profeta Isaías hablando del Siervo de Dios y que ahora, en el Evangelio de hoy (Mt 12,14-21) san Mateo afirma que se cumple a la perfección en Jesús: anuncia el derecho, pero no grita ni vocea por las calles. la caña cascada no la quiebra, la mecha vacilante no la apaga. Ayer decía aquello de «misericordia quiero y no sacrificios». Él es el que mejor cumple esto con su manera de tratar a las personas.
Los que nos llamamos discípulos–misioneros de Cristo, tenemos aquí un espejo en donde mirarnos, o un examen para comprobar si hemos aprendido o no las principales lecciones de nuestro Maestro. Ayer hablaba yo de que la beata María Inés Teresa decía que tenemos que ser «una copia fiel de Jesús». Tenemos que anunciar el derecho, es decir, hacer que llegue el mensaje de Cristo a las personas y a los grupos a través de todos los medios a nuestro alcance. Pero no podemos ni debemos imponer, sino proponer; no vocear y gritar, coaccionando, sino anunciar motivando, respetando la situación de cada persona en medio de este mundo secularizado, asustado y pluralista; cuando vemos una caña cascada o una mecha vacilante, o sea, una persona que ha fallado, o que está pasando momentos difíciles y hasta dramáticos por sus dudas o problemas, la consigna de Jesús es que le ayudemos a no quebrarse del todo, a no apagarse; que le echemos una mano, no para hundirla más, sino para levantarla y darle una nueva oportunidad. Eso es lo que continuamente hacia Jesús con los pecadores y los débiles y los que sufrían: con la mujer pecadora, con el hijo pródigo, con Pedro, con el buen ladrón. Es lo que tendríamos que hacer nosotros, si somos buenos seguidores suyos.
El anuncio de la Buena Nueva no es siempre con bombos y platillos, a veces es en medio del sufrimiento y del dolor de no poder predicar sino solamente con el testimonio de vida. Así sucedió al beato Juan Bautista de Bruselas, quien durante la Revolución Francesa, en las costas de Francia fue apresado en una nave destinada al traslado de esclavos, en la que, consumido de miseria y atacado por la peste, descansó en el Señor dando testimonio de su vida de unión con Jesús. El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2470 dice: «El discípulo de Cristo acepta “vivir en la verdad”, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. “Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad” (1 Jn 1,6). «El martirio —dice en el número 2473— es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 4, 1)». Amemos la verdad, defendámosla, pero no al estilo del mundo, sino a la manera de Cristo; sí, con justicia, pero siempre con misericordia. Que María Santísima nos ayude intercediendo por nosotros para que podamos ser esa «copia fiel de Jesús». ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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