Hoy es día de santo Tomás, sí, aquel Tomás del que se suele decir: «Yo como santo Tomás, “ver para creer”». ¡Qué provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás de la que nos habla el Evangelio de hoy! (Jn 20,24-29). Al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, aquel discípulo que dudó y que palpó, se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección. Tomás palpó y exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Tú crees porque me has visto». Si Tomás vio y palpó, ¿cómo es que le dice el Señor: Porque me has visto has creído? Pero es que lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto, lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó, con todo y que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.
Pero a nosotros nos tiene que llenar más de alegría lo que sigue: «¡dichosos los que creen sin haber visto!». Y es que en esta sentencia, el Señor nos designa especialmente a nosotros, que lo guardamos en nuestra mente sin haberlo visto corporalmente. Nos designa a nosotros, con tal de que las obras acompañen nuestra fe, porque el que cree de verdad es el que obra según su fe. Por el contrario, respecto de aquellos que creen sólo de palabra, dice san Pablo: Hacen profesión de conocer a Dios, pero con sus acciones lo desmienten (Tit 1,16). Y Santiago dice: La fe sin obras es un cadáver (St 2,26). Es muy poco lo que sabemos de santo Tomás, pero esta enseñanza que nos deja respecto a la fe, es más que suficiente para conocer la clase de creyente que era. Un hombre como nosotros, con las dudas normales que no nos deben escandalizar, un hombre con inquietudes de conocer la certeza. En un primer momento, Tomás, cuando los otros le cuentan lo que sucedió en su ausencia, no creyó que Jesús se había aparecido, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25).
En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca. A Jesús resucitado se le conoce por su entrega en la Cruz, por las huellas que aquello ha dejado en su ser. Por eso no podemos afirmar que Tomás dudara formalmente de la resurrección de Cristo; más bien cabe suponer que sus exigencias ante los otros apóstoles van encaminadas a obligar a Cristo a que se le aparezca a él también personalmente, en premio de la fidelidad que siempre le demostró en vida. Y al formular tales pretensiones abriga en su interior la esperanza de que Jesús no se negará a ellas. Nosotros nos podemos quedar con una pregunta: ¿Qué le pedimos a Jesús? ¿Qué queremos encontrar en sus llagas si nos las llega a mostrar como a Tomás? Hay mucho que hacer en nuestro camino de fe. Para terminar esta mal hilvanada reflexión, quiero compartir que el padre Juan Esquerda hace una atinada semejanza en dos pasajes de la Escritura que relacionan a Tomás con la Santísima Virgen María. Dice el padre Esquerda: «Las palabras de Jesús Resucitado «Felices lo que creen sin haber visto» nos recuerdan el ejemplo de fe de la Madre de Jesús, a quien Isabel había dicho: «Bienaventurada tú que has creído» (Lc 1,45). Que ella nos ayude a nosotros a aumentar nuestra fe. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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