En el Evangelio de hoy (Mt 9, 32-38), vemos a la gente sencilla —de la que hemos hablado en estos días— que queda admirada de los milagros que hace Jesús: «nunca se había visto nada semejante en Israel», exclaman. Pero los fariseos no quieren reconocer la evidencia: «Expulsa a los demonios por autoridad del príncipe de los demonios». Jesús, además de su buen corazón, que siempre se compadece de los que sufren, está mostrando, para el que lo quiera ver, su dominio contra el mal y la muerte, su carácter mesiánico y divino. La escena evangélica de este día termina con un pasaje que introduce ya el capítulo que seguirá, el discurso «de la misión». Jesús se compadece de las personas que aparecen «extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor», y se dispone a movilizar a sus discípulos para que vayan por todas partes a difundir la buena noticia y, como ya he recalcado en alguna otra ocasión, lo primero que les dice no es que trabajen y que prediquen, sino que recen: «Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos».
¡Cuántas personas en nuestro mundo, están extenuadas, desorientadas, sordas a la Palabra más importante, la Palabra de Dios! Si pudiéramos salir —digo esto por la cuestión de la pandemia— y «recorriéramos los caminos», nos daríamos cuenta, como Jesús, de las necesidades de la gente. ¿No se puede decir que «la mies es mucha» y que muchos están «como ovejas que no tienen pastor»? Es bueno recordar el comienzo de aquel documento tan famoso del Vaticano II, la «Gaudium et spes»: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo» (GS 1). Todos estamos comprometidos en la evangelización primero con nuestra oración: «Rueguen al dueño de la mies» dice Jesús. Está bien que el primer consejo que nos da Jesús para el trabajo misionero sea la oración. Para que no nos creamos que todo depende de nuestra acción. Ahora, que la mayoría de nosotros no podemos salir, tenemos mucho que hacer con ese «Rueguen».
Cerca de la ciudad de Hengyang en la provincia de Hunan en China, san Antonio Fantosanti, obispo, y José María Gambaro, sacerdote de la Orden de los Frailes Menores, durante una dura persecución fueron martirizados por llevar ayuda a los fieles. Los dos dedicaron sus últimos días a lo que podían hacer: «rogar al Señor» por su pueblo hasta que finalmente murieron lapidados. En el año de 1900, comenzó la persecución de los boxers, apoyados por los emperadores, contra los cristianos y sus lugares de culto y fue en este periodo en el que nuestros dos santos fueron tomados presos. En vano, muchos de los cristianos les rogaban que huyeran, que se escondieran, que se fueran para que los dejaran vivir, pero ellos dijeron que no podían buscar un refugio seguro sabiendo que las ovejas se quedaban sin pastor; ambos declararon abiertamente que, a cualquier costo, su puesto era junto a esas ovejas en peligro. Se embarcaron hacia Heng-tche-fu: el viaje duró tres días, pero su presencia ya había sido advertida y fueron esperados por una turba fanática y enfurecida. Al bajar a la orilla fueron inmediatamente rodeados y asesinados a golpes de bastón, de piedras y de lanzas. Alguien refirió que el P. José María, ya agonizante, tuvo la fuerza de pronunciar sus últimas palabras sobre la tierra: «Jesús, ten piedad y sálvanos». Hay mucho que hacer «rogando al dueño de la mies», es la ocupación pastoral principal de estos nuestros difíciles días de una pandemia que llegó inesperadamente y que parece haberse acomodado sin querer retirarse. Que María Santísima nos ayude a no dejar de orar por tantas ovejas que están desoladas, enfermas, solas, moribundas... ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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