Es bastante normal que cada generación crea que tiene que lidiar con el momento más difícil de la historia. La inmensa mayoría de quienes padecemos ahora la pandemia no vivimos las muertes masivas de la gripe de 1918, ni los desgarros de la segunda guerra mundial. En aquellos momentos muchos pudieron pensar que el mundo se acababa. Y, sin embargo, la vida se abrió camino. También hoy, por las redes sociales, circulan las voces y mensajes de quienes pronostican un inmediato fin del planeta Tierra a causa del calentamiento global, de una hecatombe nuclear, de esta pandemia que parece incontrolable o de una cadena de cataclismos. Sin embargo, tendríamos que actualizar las palabras de Jesús: «Eso tiene que suceder, pero no es todavía el fin» (Mc 13,7). En el Evangelio de hoy (Mt 10,24-33) Cristo nos dice: «No tengan miedo». El éxito de nuestra tarea, como discípulos–misioneros de Cristo a los ojos de Dios, que ve, no sólo las apariencias, sino lo interior y el esfuerzo que hemos hecho nos da valor para seguir predicando, utilizando los diversos medios que tenemos a nuestro alcance. Si nos sentimos hijos de ese Padre cariñoso que nos ama, y hermanos y testigos de Jesús, nada ni nadie podrá contra nosotros, ni siquiera las persecuciones y la muerte.
Las pruebas y las dificultades de la vida —las que nacen dentro de nosotros mismos, o como esta de la Covid 19— no nos deben extrañar ni asustar, ni frenarnos. La comunidad de Jesús lleva un mensaje que, a veces, choca contra los intereses y los valores que promueve este mundo que resulta muchas veces con una visión pesimista o simplemente materialista. Nos pueden perseguir mil cosas, mil situaciones; pero la fuerza del Espíritu de Dios nos asiste en todo momento. No nos cansemos, no tengamos miedo ni nos avergoncemos de dar testimonio de Cristo en medio de esta difícil situación en la que podemos hacer presente el mensaje de esperanza y de salvación a través de las redes sociales, y sigamos anunciando a plena luz, a los cercanos y a los lejanos, la buena noticia de la salvación que Dios nos ofrece. Nuestra tarea de discípulos–misioneros de Cristo está encaminada al servicio misionero de la Palabra, al servicio de la comunidad —por ahora más virtual que nunca—, a la relación filial con el Padre. El Maestro resucitado sigue enseñando a sus discípulos–misioneros por medio del Espíritu. Continúa enviando y formando en la escucha atenta de su Palabra en la Biblia y en la vida con los acontecimientos que vivimos.
Hoy la Iglesia celebra a san Benito Abad, pudiéramos decir que es un santo muy conocido, quizá más por «la medalla de san Benito» pero, ¿qué sabemos en general de él? San Benito es el padre del monasticismo occidental, un hombre que decidió abandonar Roma y el mundo para evitar la vida licenciosa de dicha ciudad. Vivió como ermitaño por muchos años en una región rocosa y agreste de Italia. En Vicovaro, en Tívoli y en Subiaco, sobre la cumbre de un farallón que domina Anio, residía por aquél tiempo, una comunidad de monjes, cuyo abad había muerto y le pidieron que los orientara. Allí permaneció un tiempo hasta que se trasladó a Monte Cassino. En esta región, sobre las ruinas del templo de Apolo construyó dos capillas y la abadía de Monte Cassino, alrededor del año 530. De aquí partió la influencia que iba a jugar un papel tan importante en la cristianización y civilización de la Europa post-romana. Fue tal vez durante este periodo que empezó a concretizar con mucha convicción y valentía su «Regla», la que está dirigida a todos aquellos que, renunciando a su propia voluntad quieran transformar sus vidas y el mundo viviendo para Cristo en una vida de oración litúrgica, estudio, y trabajo, llevado socialmente, en una comunidad y con un padre común. San Benito vaticinó el día de su muerte; el último día recibió el Cuerpo y la Sangre del Señor. Fue enterrado junto a santa Escolástica, su hermana, en el sitio donde antes se levantaba el altar de Apolo que él mismo destruyó, en Monte Cassino. Pidamos su intercesión y la de María Santísima para ser valientes como él y a tener el anhelo de transformar el mundo. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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