Hoy se celebra en la Iglesia la fiesta de santa María Magdalena, Apóstol de los Apóstoles, pero yo quiero, antes de adentrarme en la reflexión, recordar que en un día como hoy, hace 39 años, regresó a la Casa del Padre la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, fundadora de la Familia Inesiana a la que, como Misionero de Cristo, pertenezco desde hace muchísimos años. Aún recuerdo aquel día 22 de julio de 1981. Estaba en casa con mis padres gozando de unos días de vacaciones de verano y sonó el teléfono para darnos, desde Roma, desde la Casa General de nuestras hermanas Misioneras Clarisas la noticia que la verdad esperábamos porque la beata estaba ya muy mal de salud. Fueron 9 meses de un intenso sufrimiento antes de morir. Los médicos decían que no se explicaban cómo soportaba aquellos dolores tan tremendos que le causaba el cáncer. ¡Cómo no recordarla y dar gracias a Dios por su vida y su entrega!
Pero como digo, hoy es día de María Magdalena, que irrumpe en el Evangelio uniéndose al grupo de mujeres que asisten a Jesús y a sus Apóstoles. Desde el día que llega a la vida de Cristo, su vida aparecerá íntimamente trenzada con los principales acontecimientos de la vida del Señor: vicisitudes de su ministerio mesiánico, pasión, muerte y resurrección. EL relato del Evangelio de hoy nos lleva al sepulcro de Cristo el día de la resurrección (Jn 20,1-2.11-18) y nos deja ver de cerca, muy de cerca, el corazón de María Magdalena y esa su tarea de Apóstol de los Apóstoles. Seguro podemos imaginarnos la escena viendo a la Magdalena que no podía reprimir sus apresurados latidos cuando divisaron el sepulcro a lo lejos con la piedra que estaba corrida, cosa que la obligó a correr más de prisa llegando a donde estaban los Apóstoles para decirles: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto». Pero con la misma premura regresó al sepulcro para llorar amargamente aquella pérdida al ver el sepulcro vacío y misteriosamente a dos ángeles vestidos de blanco que le preguntaron por qué lloraba. La historia la conocemos, y si no, vale la pena leer todo el relato.
Deslumbrada, por Cristo, sólo sabe echarse a llorar de nuevo hasta que, al escuchar su nombre, reconoce a su Maestro quien la envía como Apóstol de los Apóstoles a dar a aquellos seguidores el gran notición de su resurrección. María nunca sabrá traducir esta revelación inefable de Jesús. Su divinidad, su amor sin límites. ¿Fue un siglo o fue un instante? Como un eco lejano resonaría en su recuerdo aquello de «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Él la había limpiado con su sangre y por eso ella lo ve. No quería Jesús que Magdalena muriese doliente y abatida. Lo que exigía de su amor era una postura de fe y de obediencia para ser enviada como Apóstol. Los evangelistas no vuelven a nombrarla, pero nos es fácil descubrir su silueta entre las fieles mujeres que presenciaron el último adiós del Maestro ascendiendo entre nubes. Después una rica tradición la lleva al desierto y hasta la hace arribar con la diáspora judía en las playas de Marsella. Pero a nosotros, como a los evangelistas, no nos hace falta nada más. María Magdalena será siempre en el santoral el prototipo de la mujer que, habiendo pecado, se convierte en un rendimiento total al amor divino como discípula–misionera, como Apóstol de los Apóstoles. Y la fiesta de hoy, por supuesto, nos deja un delicioso sabor de la conversión que con frecuencia es así: un toque discreto, una invitación, una mirada. Nosotros también somos discípulos–misioneros. Somos enviados a anunciar el gozo del Señor Resucitado. Pidamos la intercesión de María Magdalena y de María Santísima para que, como la beata madre María Inés trabajemos con ahínco en que todos conozcan y amen al Señor. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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