Pero como digo, hoy es día de María Magdalena, que irrumpe en el Evangelio uniéndose al grupo de mujeres que asisten a Jesús y a sus Apóstoles. Desde el día que llega a la vida de Cristo, su vida aparecerá íntimamente trenzada con los principales acontecimientos de la vida del Señor: vicisitudes de su ministerio mesiánico, pasión, muerte y resurrección. EL relato del Evangelio de hoy nos lleva al sepulcro de Cristo el día de la resurrección (Jn 20,1-2.11-18) y nos deja ver de cerca, muy de cerca, el corazón de María Magdalena y esa su tarea de Apóstol de los Apóstoles. Seguro podemos imaginarnos la escena viendo a la Magdalena que no podía reprimir sus apresurados latidos cuando divisaron el sepulcro a lo lejos con la piedra que estaba corrida, cosa que la obligó a correr más de prisa llegando a donde estaban los Apóstoles para decirles: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto». Pero con la misma premura regresó al sepulcro para llorar amargamente aquella pérdida al ver el sepulcro vacío y misteriosamente a dos ángeles vestidos de blanco que le preguntaron por qué lloraba. La historia la conocemos, y si no, vale la pena leer todo el relato.
Deslumbrada, por Cristo, sólo sabe echarse a llorar de nuevo hasta que, al escuchar su nombre, reconoce a su Maestro quien la envía como Apóstol de los Apóstoles a dar a aquellos seguidores el gran notición de su resurrección. María nunca sabrá traducir esta revelación inefable de Jesús. Su divinidad, su amor sin límites. ¿Fue un siglo o fue un instante? Como un eco lejano resonaría en su recuerdo aquello de «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Él la había limpiado con su sangre y por eso ella lo ve. No quería Jesús que Magdalena muriese doliente y abatida. Lo que exigía de su amor era una postura de fe y de obediencia para ser enviada como Apóstol. Los evangelistas no vuelven a nombrarla, pero nos es fácil descubrir su silueta entre las fieles mujeres que presenciaron el último adiós del Maestro ascendiendo entre nubes. Después una rica tradición la lleva al desierto y hasta la hace arribar con la diáspora judía en las playas de Marsella. Pero a nosotros, como a los evangelistas, no nos hace falta nada más. María Magdalena será siempre en el santoral el prototipo de la mujer que, habiendo pecado, se convierte en un rendimiento total al amor divino como discípula–misionera, como Apóstol de los Apóstoles. Y la fiesta de hoy, por supuesto, nos deja un delicioso sabor de la conversión que con frecuencia es así: un toque discreto, una invitación, una mirada. Nosotros también somos discípulos–misioneros. Somos enviados a anunciar el gozo del Señor Resucitado. Pidamos la intercesión de María Magdalena y de María Santísima para que, como la beata madre María Inés trabajemos con ahínco en que todos conozcan y amen al Señor. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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