martes, 14 de julio de 2020

«Seguir navegando por el mar de la vida con las velas desplegadas»...

A veces escribo mi reflexión con una facilidad que es impresionante, cuando menos pienso ya me falta recortar y recortar a un gran escrito que casi llena dos cuartillas —cuando lo más que comparto es por lo recular entre una y una y media cuartilla— y otros días mi corazón y mi cerebro parecen estar un poco secos o distraídos, pero, basta el encuentro con el Evangelio del día, para que fluya la reflexión. Después de muchos meses ya, de estar confinado en casa, podría parecer que ya no hay mucho que reflexionar porque mi mundo aquí es pequeño en espacio y actividades, sin embargo, la vida es un río que fluye sin detenerse. El «todo fluye» de aquel filósofo Heráclito define muy bien esta movilidad continua: el agua se renueva, el río permanece. El Evangelio es el mismo hoy ayer y siempre porque Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Heb 13,8), pero, como afirma Xavier Zubiri, siempre somos los mismos, pero no siempre somos lo mismo. Este es el milagro de la vida y por eso aún en estos tiempos de pandemia en los que nuestro día puede parecer monótono, todos podemos experimentar diversas sacudidas, una sucesión interminable de sentimientos positivos y negativos, alegrías y tristezas, incertidumbre y esperanza, ansiedad y fe porque estamos vivos. Como decía alguien por ahí: «Nuestra vocación no es sobrevivir al naufragio, sino seguir navegando por el mar de la vida con las velas desplegadas».

El Evangelio, aunque es siempre el mismo, es siempre deslumbrante y trae de ordinario cosas nuevas a la mente y al corazón y el día de hoy no es la excepción. Este pasaje que nos presenta la liturgia (Mt 11,20-24), nos presenta a Jesús que se pone a recriminar a las ciudades, donde había hecho casi todos sus milagros, por no haberse convertido... Nosotros, creo yo, hemos visto muchos milagros no solamente en estos días de la pandemia del coronavirus, sino a lo largo de nuestras vidas y... ¿cómo andamos en eso de la conversión? En todo momento Dios espera algo de nosotros. En todo momento podemos saber cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros. En todo momento, cuando pensamos realmente en ello, podemos vivir en comunión con Dios, en correspondencia a su voluntad. El «¡Ay de ti, Corozain, ay de ti Betsaida!» tienen que resonar en el corazón de todo discípulo–misionero que se siente interpelado por Cristo. Cuanto más ha recibido uno, más tiene que dar. Nosotros somos verdaderamente ricos en gracias de Dios, por la formación, la fe, los sacramentos, la comunidad cristiana. ¿De veras nos hemos «convertido» a Jesús, o sea, nos hemos vuelto totalmente a él, y hemos organizado nuestra vida en medio de esta situación tan extraordinaria según su proyecto de vida?

Hoy celebramos a un santo converso. San Camilo de Lelis, que nació en Italia. Su madre era sexagenaria cuando tuvo a su hijo. De joven era alto de estatura para la época, pues medía 1.90 mts. Se enroló en el ejército veneciano para luchar contra los turcos pero pronto contrajo una enfermedad en la pierna que le hizo sufrir toda su vida. En 1571 ingresó como paciente y criado en el hospital de incurables de San Giacomo, en Roma. Nueve meses después fue despedido a causa de su temperamento revoltoso y volvió a ser soldado contra los turcos y continuó la carrera militar, dejándose arrastrar por los vicios propios de una juventud despreocupada, pero convertido de su mala vida, se entregó al cuidado de los enfermos incurables. Ordenado sacerdote, puso en Roma los fundamentos de la Congregación de los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos —conocidos como Camilianos o hermanos de san Camilo—. En 1585, habiendo crecido la comunidad, prescribió a sus miembros un voto de atender a los prisioneros, a los enfermos infecciosos y a los enfermos graves de las casas particulares. Desde 1595 envió religiosos con las tropas para servir de enfermeros. San Camilo nos enseña mucho en este tiempo de tantos enfermos, porque él trataba a cada enfermo como trataría a Nuestro Señor Jesucristo en persona. Aunque tuvo que soportar durante 36 años la llaga de su pie, nadie lo veía triste o malhumorado. Murió el 14 de julio de 1614, a los 64 años. Que él y la Santísima Virgen, Salud de los enfermos, nos ayuden a convertirnos y a seguir la voluntad de Dios. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

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