En los últimos meses, la vida está cambiando más de lo que a primera vista parece, y eso lo notamos incluso quienes por prescripción médica seguimos en el santo encierro. La psicología nos enseña que nosotros no somos los mismos si nos quitan todo aquello que nos configura. El filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) decía: «Yo soy yo y mis circunstancias». Los niños tienen una enorme capacidad de adaptación, pero los adultos necesitaremos más tiempo. Mientras suceden estas cosas, nosotros vamos viviendo el día a día alimentados por la Palabra de Dios. En momentos la gente va «enmascarillada» con cubre bocas ahora hasta de diseñadores y en otros momentos libres de este nuevo atuendo. Hay que mantener una razonable distancia entre unos y otros. Algunos —casi la mayoría— me dicen que se nota miedo e incertidumbre, pero la sociedad tiene que ir dando pasos para convivir con el virus que está bien instalado. ¿Cómo vivir esta nueva normalidad? El Evangelio de hoy (Mt 10,16-23) nos dice que hay que ser «precavidos como las serpientes y sencillos como las palomas».
Un virus tan agresivo podrá quitarnos todo, incluso la vida, pero menos la fe. Ciertamente que Jesús mismo nos recuerda que la lucha del discípulo contra el mal está en desventaja: «Los envío como ovejas entre lobos». Jesús anuncia la imposibilidad de vivir auténticamente la fe sin un compromiso personal contra toda suerte de adversidades. Recomienda prudencia y promete asistencia del Espíritu que anima la vida del creyente y advierte que desde la fortaleza y la valentía se superarán las dificultades. En la noche del 9 al 10 de julio de 1860, fueron martirizados en Damasco por los drusos musulmanes ocho frailes franciscanos y tres católicos maronitas seglares, hermanos de sangre. Los frailes Manuel Ruiz, Carmelo Volta, Pedro Soler, Nicolás Alberca, Engelberto Kolland, Ascanio Nicanor, presbíteros; Francisco Pinazo y Juan Santiago Fernández, religiosos de la Orden de los Hermanos Menores y los hermanos de sangre Francisco, Moocio y Rafael Massabki.
Entregados fraudulentamente por un traidor, sufrieron toda clase de vejaciones a causa de su fe, consiguiendo la palma del martirio con una muerte gloriosa. Cuando oyeron arreciar los golpes en las puertas que amenazaban con echarlas a tierra, se reunieron en la iglesia haciendo fervorosísima oración para que Jesús no los abandonara en tan grave trance, y luego buscaron refugio. El padre Manuel, superior de la comunidad, para evitar toda profanación, consumió el Santísimo Sacramento que había de ser su Viático porque los turcos invadían el sagrado recinto. «¡Hazte musulmán o mueres!», le dijo un soldado; y él respondió con fortaleza, valentía y sencillez: «Mil veces antes la muerte». Colocó su cabeza sobre el altar y se consumó el primer sacrificio. A cada religioso que sorprendían en la celda, en las terrazas, en los claustros, lo fueron martirizando a golpes o a tiros, de cien diversos modos, cebándose su rabia y furor en la mansedumbre de los ocho franciscanos, admirables en sus respuestas, dignas de los primeros cristianos al igual que los tres hermanos de sangre que dieron su vida por Cristo. Ante las adversidades del mundo podemos perderlo todo, menos la fe, que María Santísima, auxilio de los cristianos, nos ayude a vivir con fortaleza, valentía y sencillez. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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