Cuántas veces aparece en la Biblia que a Dios no lo descubren los sabios y los poderosos, porque están demasiado llenos de sí mismos. Sino los débiles, los humildes, los sencillos que tienen un corazón sin demasiadas complicaciones. Las personas espontáneas, las de corazón simple, son las que saben entender los signos de la cercanía de Dios. Lo afirma Jesús, por una parte, dolorido, y por otra, lleno de alegría en el Evangelio de hoy (Mt 11,25-27). En general, en el Evangelio, podemos constatar continuamente este hecho; basta ir al pasaje que nos narra que cuando nació Jesús en Belén, le acogieron María y José, sus padres, una humilde pareja de jóvenes judíos; los pastores, los magos de tierras lejanas y los ancianos Simeón y Ana. Los «sabios y entendidos», las autoridades civiles y religiosas, no lo recibieron. Y por eso se entiende que entre «estas cosas» que no captan los sabios está, sobre todo, quién es Jesús y quién es el Padre. La presencia de Jesús en nuestra historia sólo la alcanzan a conocer los sencillos, aquellos a los que Dios se lo revela.
A lo largo de su vida se repite la escena. La gente del pueblo alaba a Dios, porque comprenden que Jesús sólo puede hacer lo que hace si viene de Dios. Mientras que los letrados y los fariseos buscan mil excusas para no creer. La gente sencilla es la que ha sabido ver en la acción de Jesús, en sus humildes señales, los signos del Reino de Dios que irrumpe con fuerza en la historia humana. Jesús es el Mesías que no se manifiesta con autoritarismo, vanidad o prepotencia. Su acción divina se concentra en la solidaridad, en la justicia interhumana, en el respeto a mujeres, niños y enfermos. Su obra en favor de las personas es la obra de Dios. Por eso, quien aspire a conocer a Dios, a verlo con mirada clara y transparente, debe dejarse interpelar por esta sencilla persona llamada Jesús. Es la limpieza de corazón, la ausencia de todo interés torcido, la que permite discernir en las obras que realiza Jesús la mano de Dios. Es la sencillez de los santos y por cierto, hoy celebramos a san Buenaventura, el obispo y doctor de la Iglesia que después de tomar el hábito en la orden seráfica, estudió en la Universidad de París, bajo la dirección del maestro inglés Alejandro de Hales. De 1248 a 1257, enseñó en esta universidad teología y Sagrada Escritura distinguiéndose porque a su genio penetrante unía un juicio muy equilibrado con humildad y sencillez, que le permitía ir al fondo de las cuestiones sin hacer alarde de su sabiduría y dejar de lado lo superfluo para discernir todo lo esencial y poner al descubierto los sofismas de las opiniones erróneas.
El santo se distinguió en filosofía y teología escolásticas, además, como digo, de su vida sencilla. Gobernó la orden de San Francisco durante 17 años, y por eso se le llama el segundo fundador. En 1265, el Papa Clemente IV trató de nombrar a San Buenaventura arzobispo de York, pero el santo consiguió disuadir de ello al Pontífice. Sin embargo, al año siguiente, el Beato Gregorio X le nombró cardenal obispo de Albano, ordenándole aceptar el cargo por obediencia. Se le encomendó la preparación de los temas que se iban a tratar en el Concilio ecuménico de Lyon, acerca de la unión de los griegos ortodoxos y él, con la sencillez, la humildad y la caridad que le caracterizaban hizo lo que tenía que hacer. Mereció el título de «Doctor Seráfico» por las virtudes angélicas que realzaban su saber. Fue canonizado en 1482 y declarado Doctor de la Iglesia en 1588. Yo creo que nos convendría a todos tener unos ojos de niño, un corazón más humilde, unos caminos menos retorcidos, en nuestro trato con las personas y, sobre todo, con Dios. Y saberles agradecer, a Dios y los demás, tantos dones como nos hacen. Siguiendo el estilo de Jesús y el de María, su Madre, que alabó a Dios porque había puesto los ojos en la humildad de su sierva. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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