Durante las primeras nueve semanas del Tiempo Ordinario proclamaremos el Evangelio de san Marcos, que se lee en primer lugar entre los tres sinópticos, haciendo caso a los estudiosos actuales que sitúan a Marcos como el evangelio más antiguo y del que dependen en buena parte los otros dos, Mateo y Lucas. Se podría decir, por tanto, que Marcos es el inventor de ese género literario tan provechoso que se llama «Evangelio». Un género que no es tanto historia, ni novela, sino «buena noticia». Este Evangelio pudo ser escrito en los años 60s, o, si hacemos caso de los papiros descubiertos en el Qumran, incluso antes. En él, Jesús, desde el principio, se considera ser el término de todo el Antiguo Testamento. Marcos nos deja claro que el tiempo fijado por Dios para cumplir sus promesas ha llegado. Una nueva era comienza. Abraham, Moisés, David, los Profetas, las alabanzas y premoniciones de los salmistas... no eran más que una preparación: «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1,14-20). De hecho, la conciencia que posee Jesús de su vinculación privilegiada con el Padre misericordioso que nos llama a la conversión, está presente en todas las páginas del Evangelio. Si se rehúsa admitir la divinidad de Jesús, no sólo se tendrán que romper algunas páginas molestas... sino que toda la trama del Evangelio quedaría rota. Estamos apenas en el inicio del Evangelio... y he aquí que Jesús se rodea de cuatro hombres, que no van a dejarle nunca más, y que veremos siempre a su alrededor. Son éstos más importantes para Él, que el entusiasmo de las gentes; es ya la Iglesia que se va preparando para «que caigan ante Dios todos los dioses» como había proclamado el salmista (Sal 96 —97 en la Biblia—) y nos va llamando a seguir a Jesús.
Por su parte, el autor del salmo responsorial de hoy, aunque reconoce el gobierno universal del Señor en el tiempo presente, anticipa una venida del Señor para juzgar la tierra. La imagen de la presencia del Señor puede ser, de hecho, esa venida en donde el Señor llegará para establecer su reinado: «Reina el Señor, alégrese la tierra». ¡Qué sorpresa y qué alegría deben haber sentido aquellos primeros seguidores de Cristo al haber sido llamados por el Mesías que Juan anunciaba apenas iniciando su ministerio público! Aquella llamada llegaba cargada de una esperanza para ellos y para todo el pueblo, un cambio de vida, una transformación. Por eso la Iglesia inserta hoy el salmo 96 (97) que entre sus temas toca el de la eliminación de la maldad y la destrucción de los rebeldes en la era escatológica que los profetas anunciaron. Dios llama, y llama no solo a aquellos hombres, sino nos llama a todos para establecer la justicia en el mundo, esa justicia que empieza dentro del corazón del que se sabe amado y llamado.
La meditación de este salmo nos puede ayudar a robustecer nuestra fe abriéndonos los ojos para ver que la victoria del Señor ya ha llegado —aunque en un «ya» pero todavía «no»— en este reino que se va estableciendo velado bajo apariencias humildes que ocultan la gloria de toda realidad celestial mientras seguimos en la tierra. La victoria de este Dios anunciado por el salmista ha llegado porque Cristo ha llegado; Él ha andado los caminos del hombre y ha hablado nuestro lenguaje; Él ha gustado nuestra miseria y ha llevado a cabo su redención; Él ha encontrado la muerte, esa que todos experimentamos y ha restaurado la vida. Nosotros, llamados también por Cristo, como aquellos primeros discípulos, para ser también misioneros como ellos, hemos de gozar viviendo en sueño y profecía la victoria final de Cristo que devolverá la tierra entera al Creador. Entonces todos lo verán y todos entenderán el amor de Dios; la humanidad se unirá y todos los hombres reconocerán la majestad del Señor abrazados en su amor. Ese día —nos va diciendo Cristo en el Tiempo ordinario de la liturgia que hoy iniciamos— es ya nuestro en la fe y en la esperanza, por eso cantamos con el salmista: «Su inmensa gloria ven todos los pueblos». ¡Bendecido lunes y bienvenidos todos al Tiempo Ordinario!
Padre Alfredo.
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