La llamada a la fe es una opción fundamental por Cristo que consiste en admitir vivencialmente la realidad de Cristo presente en nuestras vidas. Por consecuencia, esto implica un encuentro con él, manifestado en la oración y en el compromiso de pensar, sentir, valorar amar y obrar como él. El autor del salmo 109 (110 en la Biblia) nos presenta al rey como el personaje principal de este poema muy popular en la tradición cristiana desde tiempos muy antiguos, pues se ha leído y utilizado mesiánicamente a través de la historia, para afirmar el señorío de Jesús, que para todas las iglesias y los creyentes es el Mesías y el Cristo de Dios. Esta interpretación cristológica le ha añadido una nueva dimensión teológica «de encuentro que no puede ignorarse ni obviarse y que es base para una gran cantidad de oraciones: «Es tuyo el señorío» dice el salmista y para explicar el sentido de esta atribución, el autor de la Carta a los Hebreos recurre al célebre pasaje de Gn 14, donde aparece Melquisedec como «el hombre de ninguna parte» en una fugaz aparición como rey y Señor.
Este señorío que ya profetiza el salmista, hace que veamos, «por la fe», a Cristo, el Mesías salvador como el dueño de todo: «el Hijo del hombre también es dueño del sábado» (Mc 2,28) afirmaba ayer el evangelista. Hoy, en el evangelio (Mc 3,1-6), este Señor y Juez de la historia habla a un tullido «en sábado» y le ordena con autoridad: «Levántate y ponte allí en medio» y pregunta a los que le rodeaban: «¿Qué es lo que está permitido hacer en sábado, el bien o el mal? ¿Se le puede salvar la vida a un hombre en sábado o hay que dejarlo morir?» y con la misma autoridad vuelve a ordenar al tullido: «Extiende tu mano» y el hombre quedó curado luego del «encuentro» con él. Al ver relatos como éste, los discípulos–misioneros quedamos gozosamente convencidos de que Jesús ha sido constituido Señor, Sacerdote y Rey de nuestras vidas. Porque es el Hijo de Dios, el Hermano de los hombres, el Mediador que nos trae de parte de Dios, al encontrarnos con él, la salvación, el perdón, la Palabra, y le lleva a Dios nuestra alabanza, nuestras peticiones, nuestras ofrendas. Así tenemos acceso a la comunión de vida con Dios.
Las páginas, sagradas e inspiradas de la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, nos llevan al encuentro con Cristo. Bástanos leer esas páginas tan sencillas como sublimes del evangelio —como el relato de hoy— pero leerlas con la debida fe, para ver y oír a Cristo mismo y encontrarnos con él de corazón a corazón, con la misma de fe del tullido, que lo reconoce como Señor. El cristiano que recorra con frecuencia en los ratos de oración estos relatos evangélicos llegará poco a poco, por la fe, a conocer a Jesús y a encontrarse con él, a penetrar en los secretos de su Corazón Sagrado, a comprender aquella magnífica revelación de Dios al mundo que es Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, el Rey y Señor de nuestras vidas. El evangelio, las cartas del Nuevo testamento, los salmos, los demás escritos de la Biblia, son luz y fuerza que ilumina y fortalece los corazones rectos y sinceros que quieren encontrarse con Cristo. ¡Dichosa el alma que hojea cada día las Sagradas Escrituras y bebe en el manantial mismo de sus vivas aguas! María, la humilde sierva del Señor, mujer de fe, escuchaba la Palabra y la meditaba en su corazón. Podemos nosotros hacer lo mismo para encontrarnos, por la fe, con Jesucristo, el Señor. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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