El salmo 94 (95 en la Biblia), que recitamos casi a diario al inicio del rezo de la Liturgia de las Horas, impregna hoy gran parte de la primera lectura tomada de la Carta a los Hebreos (Hb 3,7-14) para invitarnos a no endurecer el corazón: «Oigamos lo que dice el Espíritu Santo en un salmo: Ojalá escuchen ustedes la voz del Señor, hoy. No endurezcan su corazón...» (Hb 3,7). ¡Vaya que la invitación del escritor sagrado a orar con este salmo cae como anillo al dedo a esta sociedad materialista en la que los discípulos–misioneros de Cristo navegamos y que tiende a endurecer el corazón con su sistema de vida! En los últimos tiempos, el desarrollo del mundo se ha disparado impresionantemente en el campo de la técnica mucho más que en el de la ciencia, que toca mucho más profundamente las fibras del corazón del hombre. Basta ver, como lo comentaba anoche, el campo de la medicina, en el cual la vida se ha logrado prolongar con el uso de aparatos y medicamentos antes inimaginables que alargan la vida, pero no la calidad de la misma.
«No endurezcan el corazón», dice el salmista en este salmo que mucho tiempo después retoma el autor de la Carta a los Hebreos y que deberíamos retomar cada uno de los hombres de nuestros tiempos, porque el corazón de muchos, incluidos por desgracia algunos creyentes y hasta consagrados, engañado por el pecado, no se asemeja a ese corazón que debe tener el que está lleno de Dios, ya que muchas veces es un corazón inmisericorde, inmoral, sin gentileza; un corazón endurecido por el triunfo globalizado del «yo primero», ese «yo egoísta» que ocupa gran espacio en el interior cuando el hombre no se abre a Dios y a los hermanos. De ahí la importancia de no considerar los salmos y todas las páginas de la Escritura, como simples documentos antiguos y pasados de moda. Son palabras actuales de Dios. Nunca reflexionaremos bastante sobre esto: Dios es nuestro contemporáneo. No debemos buscar a Dios en el pasado sino en el presente, buscando no endurecer el corazón «hoy». Olvidándose de lo que Dios había hecho por ellos, los israelitas olvidaron el «hoy» y endurecieron sus corazones, se les extravió el corazón y por lo tanto no conocieron los caminos de Dios y desertaron del Dios vivo, murmurando de él en lugar de hablar con él y se enfrascaron en su egoísmo añorando la vida de Egipto. Dios se enfadó y no les permitió que entraran en la Tierra prometida.
Se sabe que la mayoría de los creyentes de hoy no saben orar. Muchos dicen que no tienen tiempo o que no saben cómo. La realidad es que la morada de la oración es el corazón, a donde el orante debe remontarse para encontrarse a sí mismo y acoger el don de los hermanos y por supuesto el don de Dios y ese corazón de muchos, se ha endurecido como el de aquellos israelitas, se ha llenado de «lepra» como el hombre que el Evangelio de hoy se acerca a Jesús buscando ser curado (1,40-45). El corazón de muchos se ha hecho un corazón duro que deja sordos los oídos a la voz de Dios, y ha causado un desvío progresivo hasta perder la fe. Es lo que les pasó a los de Israel. Lo que puede pasar a los creyentes de hoy si no están atentos a la voz del Señor en la oración. Escuchemos con seriedad el aviso: «no endurezcáis vuestros corazones como en el desierto», «oíd hoy su voz». Dios ha sido fiel. Cristo ha sido fiel. Los cristianos debemos ser fieles y escarmentar del ejemplo de los israelitas en el desierto. Es difícil ser cristianos en el mundo de hoy. Puede describirse nuestra existencia en tonos parecidos a la travesía de los israelitas por el desierto, durante tantos años. Los entusiasmos de primera hora —en nuestra vida cristiana, religiosa, vocacional o matrimonial— pueden llegar a ser corroídos por el cansancio o la rutina, o zarandeados por las tentaciones de este mundo que endurece el corazón. Podemos caer en la mediocridad, en la pereza, en la indiferencia, en el conformismo con el mal, en la desconfianza. Incluso podemos llegar a perder la fe. Por eso nos viene bien hoy la invitación de este salmo: ˜No endurezcan el corazón» Nadie está asegurado contra la tentación por eso también hoy vale la pena que, junto a Jesús Eucaristía le digamos a María: «Préstame tu corazón, que quiero uno así para mí, que sea blandito como el tuyo, que lata así, como ese, para Dios y los hermanos. Amén». ¡Bendecido jueves!
Padre Alfredo
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