sábado, 5 de enero de 2019

«Alabemos al Señor, todos los hombres»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 99 (100 en la Escritura) es uno de los salmos más hermosos de la Sagrada Escritura y hoy, la liturgia de la palabra nos lo asienta como «salmo responsorial». Es uno de los salmos que la Liturgia de las Horas nos propone rezar como invitatorio al iniciar el día. Este salmo, que es un poema, es una gran exhortación a la alabanza, un buen llamado a la gratitud y un reclamo decidido de fidelidad al Señor. Abundan en él los imperativos y las invitaciones destacando tres de las características fundamentales e indispensables de nuestro Dios que es nuestro Rey: La bondad, la misericordia y la verdad, que se manifiestan con virtud singular y pertinencia a través de las generaciones, por eso cuando lo recitamos lo sentimos «muy nuestro». Yo aún recuerdo el gozo con el que se entonaba algunas de las mañanas, sobre todo en días de fiesta y solemnidades en mi época de seminario al iniciar el rezo de Laudes, como invitando a los futuros sacerdotes a subrayar la urgencia y necesidad de las alabanzas y el reconocimiento del Señor. 

El salmo 99, en este contexto del tiempo de Navidad en el que estamos, nos transmite cuatro invitaciones directas a quienes nos acercamos a Jesús a contemplarlo en el pesebre: Nos llama a cantar a Dios con alegría, a servirle con gozo, a acercarnos a él con regocijo y a reconocer con humildad que sólo él, el pequeño niño envuelto en pañales, es el Señor que merece toda la alabanza. Imagino la alegría con la que los pastorcitos se acercaron al pesebre convirtiéndose de inmediato en los primeros misioneros que fueron a contar lo que habían visto y oído, haciendo realidad lo que el «sígueme» (Jn 1,43) significa para todo aquel que —como dice el Papa Emérito Benedicto XVI— «se ha dejado alcanzar por Cristo». Por cierto, Benedicto XVI describe de una manera maravillosa esta cercanía y tarea misionera de los pastores en el primer tomo de su trilogía de «Jesús de Nazareth», esos libros que todo creyente deberíamos de leer. 

El relato de la vocación de los primeros discípulos, que iniciamos el pasado 3 de enero (Jn 29-34), continúa hoy con el llamamiento de Felipe y el de Natanael (Jn 1,43-51) subrayando precisamente el «sígueme». La mirada humana de estos dos discípulos, basta, como en el caso de los pastores, para ver la humanidad de Cristo y, a pesar de la falta de comprensión total, la divinidad de aquel pequeño. Necesitamos la fe para leer la mesianidad de Cristo en determinados signos como el que se describe en el versículo 48 del Evangelio de hoy y los que irán apareciendo a lo largo de la vida de Cristo (cf. Jn 2,11; 2,23; 4,54). Pero sólo la verdadera fe, la fe sencilla, puede leer el signo por excelencia, la humillación y la glorificación del Hijo del hombre en su misterio pascual (Jn 2,18-21; 8,28; 3,12-15) y cantar, como el salmista, la bondad y la eterna misericordia de nuestro Dios. Los ángeles, en el relato evangelico que hoy tenemos, suben y bajan sobre el Hijo del hombre (v. 51), y son los ángeles que, como cuando anunciaron el gozo del nacimiento del Mesías a los pastores, sin duda indican el doble movimiento del misterio pascual: en efecto, ¿quién puede subir a los cielos sino Aquel que ha bajado de allí? (Jn 3, 13). Es preciso que hoy, sábado, el día de la semana dedicado para honrar a la Madre de Dios, nos acerquemos al «Divino Niño» y dejemos que, desde el regazo de su Madre o recostado en el pesebre, nos mire y nos diga: «¡Sígueme... te conozco!». Él nos conoce con su corazón y nos lleva más allá, hasta la visión de la fuente, donde todo se vuelve posible, porque todo está bañado en Dios, por eso «bendigámoslo, porque es eterna su misericordia y su fidelidad nunca se acaba». ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

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