Los cantores del Antiguo Testamento entendían el salmo 71 (72 en la Biblia) con el que estamos orando en estos días como salmo responsorial, como un salmo con un sentido mesiánico directo: una vez traspuesto el primer sentido típico de un primitivo salmo real, se fue aplicando cada vez más al personaje misterioso que llevaría a cabo los felices augurios que se pronosticaban al rey terreno y que ninguno de los reyes que iban teniendo era capaz de plenificar... el molde les quedaba bastante grande. Así, este salmo desde los principios del cristianismo fue considerado como referido a Cristo, por eso lo cantamos en estos días. Este salmo ha alcanzado su cumplimiento con el primer advenimiento de Jesús a la tierra para inaugurar su reinado de justicia, de amor y de paz mostrándonos como debe ser el amor, pero el amor según el diseño del Padre (1 Jn 4,11-18); pero el horizonte de este bello salmo no ha quedado circunscrito a la primera venida de Cristo que estamos celebrando en Navidad, ya que nosotros también caminamos, al igual que los fieles del Antiguo Testamento, hacia la gloriosa venida del Mesías al que ahora contemplamos como un niño pequeño envuelto en pañales custodiado por su Madre María y por José su esposo.
Creemos que este chiquillo recostado en el pesebre es el Mesías, es nuestro Dios por la fe. Pero toda decisión de fe, lo sabemos, implica el amor, puesto que obliga a una conversión que no puede ser más que don de sí. Gracias a la fe, la contemplación del misterio de la Navidad posee una doble dimensión, vertical y horizontal. La primera nos hace tomar conciencia de que el Niño-Dios es amor, de que efectivamente el Padre nos ha amado hasta el punto de enviarnos a su Hijo y de que quiere establecer su morada en nosotros. Esto forma parte de nuestra profesión esencial de fe (v.15). Esta fe nos lleva a una dimensión horizontal amando a nuestros hermanos como nosotros somos amados por Dios. El amor que profesamos a nuestros hermanos, y que se hace tan visible en la Navidad, no es, para el creyente, tan solo un sentimiento natural que brota espontáneamente de una necesidad afectiva muy humana... ni tampoco un reflejo que bastaría con dejar que se manifestase en unos regalitos que se intercambian en estas épocas... Ese amor es un «deber»: debemos amarnos unos a otros porque esto viene de Dios: «Si Dios nos ha amado tanto, debemos también nosotros...» No podemos por menos de hacer como Dios. Se trata de un amor absoluto, infinito, universal... como el de Dios que se manifiesta en Cristo ante quien «se postrarán todos los reyes y todas las naciones».
El amor de Dios —nos queda más que claro— lo hemos conocido en que «nos envió a su Hijo como Salvador del mundo» y además en que «nos ha dado de su Espíritu» para amarnos unos a otros aunque el viento que sopla en este mundo azotado por las guerras, las diferencias raciales, las discriminaciones y la violencia intra y extra familiar llegue con una tremenda fuerza contraria (cf Mc 6,45-52). Si vivimos en el amor que nos comunica Dios, ya no tendremos miedo a esa clase de vientos, ya que Cristo ha venido hacia nosotros, hemos nacido de él, y actuaremos en nuestra vida como sus discípulos–misioneros que no se mueven por miedo sino por amor y así caminan hacia Él. Como los discípulos, nosotros también vamos de sorpresa en sorpresa. Ellos no acaban de entender lo que pasó con los panes, y en seguida son testigos de cómo Jesús camina sobre las aguas, sube a su barca y domina las fuerzas cósmicas haciendo amainar el recio viento del lago. Nosotros somos testigos de muchas cosas más. El evangelio de hoy nos muestra que Dios siempre está con nosotros, que «viendo nuestros esfuerzos» por alcanzar la orilla, Él, Rey y Señor de nuestras vidas, se pone en camino para rescatarnos y llevarnos al puerto seguro de la paz y la justicia. Es importante darnos cuenta del esfuerzo que estaban haciendo los discípulos y del que podemos seguir haciendo nosotros. Dios nos pide simplemente cooperar a su gracia, que no es otra cosa que hacer lo que está en nuestras manos, con la confianza puesta en que él mismo completará la obra y nos sacará de la crisis causada por tantos vientos. Por ello, nunca nos podemos sentir ni solos ni defraudados, las ventoleras de esta vida nos sirven para crecer y para aprender a confiar totalmente en Dios. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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