La expresión del salmo 97 (98 en la Biblia): «Que todos los pueblos y naciones aclamen con júbilo al Señor» me lleva al corazón de la beata María Inés con su anhelo: «Que todos te conozcan y te amen» y con eso al deseo de todo bautizado que se sabe amado por Dios de que todos, en todas las naciones, lleguen a gozar de ese mismo amor de elección que Dios nos tiene. ¡Qué esperanza tan marcada tiene el salmista de que la tierra entera «contemple la victoria» de nuestro Dios! En este salmo, esa palabra: «victoria», está llena de significado. El salmista no especifica a qué victoria se refiere, pues Dios la da constantemente a su pueblo. Entonces este salmo sirve en todas las ocasiones para adorar a Dios. Esta victoria la da solamente el Señor «por su diestra y su santo brazo», dice el autor del salmo, sin hacer referencia a ninguna clase de astucia o valentía de los hombres: la victoria es de Dios y el hombre será siempre solamente un instrumento en sus manos para alcanzarla.
Dios quiere que todos le conozcan y le amen, esa será la victoria final. Aquí está en énfasis misionero del salmo. Los hechos de Dios en el pueblo elegido deben revelar su poder y su gloria a todas las naciones. Por eso el salmista eleva su voz con un «canto nuevo», un canto de alegría que hace que el corazón que se sabe amado y elegido, estalle de gozo acompañado por el arpa y todos los demás instrumentos musicales exulte de júbilo. Nosotros, como discípulos–misioneros, cantamos la victoria de Cristo como nuestro Dios y nuestro Rey, Él alcanzando la victoria, entró en el santuario del cielo, no en un templo humano, y lo hizo de una vez por todas, porque se entregó a sí mismo, no sangre ajena, como hacían los sacredotes de la antigua alianza (Hb 9,15.24-28). Así como todos morimos una vez, también Cristo, por absoluta solidaridad con nuestra condición humana, se sometió a la muerte, pero para alcanzar la victoria final: «para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo».
Hoy celebramos la victoria de Cristo, en él tenemos un Sacerdote en el cielo que no ha entrado en la presencia de Dios por unos instantes, sino para siempre. En él tenemos un Mediador siempre dispuesto a interceder por nosotros. Como el autor de la carta no se cansa de repetir esto en estos días en que hemos estado leyendo la Carta a los Hebreos en Misa, tampoco nosotros nos deberíamos cansar de recordar esta victoria de nuestro Dios y entonar un canto nuevo, un canto de gratitud y de alabanza que debe ser entonado también por los que aún no le conocen ni le aman, dejándonos impregnar por esta victoria en nuestra historia de cada día. La victoria de Jesús sobre el pecado se muestra hoy en el Evangelio arrojando al demonio de los posesos y debe ser interpretada como la señal de que ya ha llegado el que va a triunfar del mal, el Mesías, el que es más fuerte que el malo. Pero sus enemigos no están dispuestos a reconocerlo (Mc 3,22-30). Por eso merecen el durísimo ataque de Jesús: lo que hacen es una blasfemia contra el Espíritu. No se les puede perdonar. Pecar contra el Espíritu significa negar lo que es evidente, negar la victoria del Señor, taparse los ojos para no verla. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Por eso, mientras les dure esta actitud obstinada y esta ceguera voluntaria, ellos mismos se excluyen del perdón y del Reino. Nosotros sí que vemos esa victoria y la anhelamos para todos los pueblos y naciones, pidamos hoy a la Santísima Virgen que interceda por nosotros para que no perdamos esa visión misionera y mantengamos vivio el anhelo de que todos conozcan y amen al Señor. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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