Los cristianos estamos llamados a proclamar el amor del Señor día tras día, nos recuerda el salmista este domingo: «Proclamemos su amor día tras día» dice en el salmo 95 (96 en la Biblia). Esta es la tarea que Cristo nos ha dejado, pues él mismo nos dijo: «El Padre los ama» (Jn 16,27) y a él mismo lo reconocemos como «El Amor de los amores». Los horizontes que el autor del salmo abre, aluden a un mundo lleno de amor, un mundo perfecto y pacificado, en el cual la alabanza toca fácilmente el cielo y el corazón de todos los hombres llenándolos de amor. Pero, ese amor que Dios nos da y que Cristo nos invita a vivir con su propio ejemplo, es un amor que se construye sobre todo en las acciones ordinarias de nuestra vida. Precisamente, el Evangelio de hoy (Jn 2,1-11) nos presenta un acontecimiento en la vida cotidiana de Jesús, su participación en una boda a la que su Madre también ha sido invitada. ¿Cuál es el mejor regalo que se puede dar a una pareja de desposados si no es el amor? Y ese amor, en este caso, se manifiesta en un gesto, en un detalle, en una cuestión extraordinaria en medio de lo ordinario. «Ya no tienen vino», susurró María al oído de su Hijo en medio de la fiesta y eso bastó para mover el corazón amoroso de Jesús a pesar de que había pensado primero en que no había llegado la hora de manifestarse.
Es que Jesús, no es nunca ajeno a aquello que tenga que ver con el amor, y ese, ese fue el mejor regalo que pudo haber dado a aquellos jóvenes que, en medio del gozo por su unión, no tenían por qué haber vivido ningún jalón de desamor. La grandeza y la divinidad de Jesús no le impidieron estar cerca de las cosas pequeñas de la vida humana de cada día. Esta actitud sería luego criticada por sus enemigos, le llamarán comilón y bebedor pero él guardará en su Sagrado Corazón el gozo de haber santificado con su presencia divina ese acontecimiento crucial en la vida del hombre, bendiciendo así la unión entre un hombre y una mujer hasta hacer de ella el gran sacramento, el símbolo vivo de su propia unión con la Iglesia, la esposa de Cristo sin defecto ni mancha. Hace un año estuve en Caná con un grupo de sacerdotes orando por todos los matrimonios y recordando cuánto nos ama el Señor. Porque aquellos novios habían invitado a Jesús a su fiesta, Jesús pudo ayudarles en aquello que necesitaban, así pedimos en el mismo lugar y sigo ahora aquí rogando al Señor, que todos los matrimonios dejen que Jesús esté presente en sus vidas, en lo cotidiano, para que cada vez que falte de algo, especialmente la alegría, la esperanza, el sentido de la vida, todo aquello que es esencial, Él pueda volver a escuchar a su Madre que dice: «Hagan lo que él les diga», convirtiendo lo insípido de la vida rutinaria en el buen vino.
Y es que Dios, no solo a los matrimonios, sino a todos, nos cuida, está atento a nuestras necesidades si nosotros le extendemos la invitación a nuestras vidas para derramar amor. Es por eso hermoso el comienzo de la primera lectura de hoy (Is 62,1-5): «Por amor a Sión no me callaré, por amor de Jerusalén no me daré reposo...» Dios se alegra con nosotros, hace fiesta con nosotros si le invitamos, y convierte el agua en vino para darnos la salvación y el vino es para todos, como nos recuerda el «Octavario de la unidad de los cristianos» que desde el día 18 y hasta el 25 estamos celebrando. El Señor, amándonos hasta el extremo, no sólo muere por nosotros en la cruz y derrama toda su sangre para redimirnos. Además nos entrega lo que le era más querido y entrañable, a su propia Madre, para que lo sea también nuestra. Con razón la llamamos «Esperanza nuestra» y «Causa de nuestra alegría. Quien confíe en ella no se verá jamás defraudado. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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