Epifanía es el otro nombre que recibe la Navidad. Es el nombre que le dieron las iglesias orientales desde el principio. Si la Navidad, que es una fiesta de origen latino, alude al nacimiento: «La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14a), Epifanía significa «manifestación» y sugiere la idea de alumbramiento o de dar a luz: «y hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14b). Por consiguiente, la metáfora bíblica de esta fiesta es la luz: «la gloria del Señor que amanece sobre Jerusalén», «la revelación a todas las naciones del misterio escondido», «la estrella de los magos que vienen de oriente»... Este es el auténtico significado de la fiesta que celebramos hoy. Pero, como tantas otras, y quizás más que ninguna otra, esta fiesta, llamada más comúnmente «Día de Reyes» se ha deslucido y ha sido comercializada y degradada. ¿Si vieran la cantidad de puestos que abarrotan las calles aledañas a la parroquia? ¿Si compartieran con nosotros el ruidazo día y noche de la venta de discos piratas a todo lo que da? En los puestos hay de todo lo que se puedan imaginar y con atracciones para chicos y grandes, porque hay desde juguetes llamativos de última generación, hasta un repertorio de bebidas alcohólicas que envidiaría el barman más famoso del mundo.
En medio de todo ese mercantilismo, el gran ausente del «Día de Reyes» es precisamente el Rey, el Mesías, el Salvador, el Misionero del Padre. El que brilla por su ausencia en este amontonamiento mercantil es Jesús, no se si porque el mismo Mateo que cuenta el relato se explaya mucho (Mt 2,1-12) o porque las figuras de Melchor, Gaspar y Baltazar, son mucho más taquilleras que el pequeño Niño de Belén. Lo cierto es que el anhelo el salmista (Salmo 71 —72 en la Biblia) «Que te adoren, Señor, todos los pueblos», aún no está muy lejos de hacerse realidad. Han llegado hasta el pesebre los magos de oriente —los reyes magos— cargados de oro, incienso y mirra y así Mateo muestra que en Jesucristo se cumplen las profecías sobre la manifestación de Dios como rey de Israel, rey universal y luz de los pueblos paganos. Así acerca el evangelista el nacimiento del Salvador a todas las naciones, que reconocen ante el recién nacido, la universalidad de su reino. Desde el pesebre, el amor de Cristo hace universal al hombre, lo hace misionero. Profunda y anchamente universal y misionero, por eso, la Eucaristía que celebramos, es el sacramento eficaz de la unidad universal en el amor sin límites de Cristo que llega a todas las naciones de la tierra. «Ante él —profetiza el salmista— se postrarán todos los reyes y todas las naciones».
Y llegaron los reyes, los magos de oriente a postrarse ante el Mesías esperado, abriendo sus cofres repletos de aquellos dones; eran la riqueza de la tierra de donde procedían acompañados por el testimonio de su fe en la realeza y en la divinidad de aquel niño que, no obstante, debía morir para salvar a la humanidad. Aquellos presentes deben haber sorprendido a María y a José, sobre todo por el simbolismo que encerraban, porque seguramente un velo ensombreció sus rostros asociando la mirra con la espada predicha por Simeón días antes. A Mateo le encantaban los magos y es que la historia de ellos es la historia de nosotros. Todos somos viajeros, todos somos residentes temporales que nos acercamos al pesebre y hemos de regresar a nuestro diario vivir «por otro camino» como los magos (Mt 2,12), que regresaron así y seguramente ya no volvieron a ser los mismos, se hicieron discípulos–misioneros. Se regresaron por «otro camino», el que es un «camino angosto» (Mt 7,13-14) y un «camino de justicia» (Mt 21,32), como dirá en su mismo evangelio san Mateo. Adoremos nosotros al pequeño Niño de Belén y preguntémonos: ¿Qué regalo espera Dios de nosotros? ¡Bendecido día de la Epifanía del Señor!
Padre Alfredo.
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