martes, 22 de enero de 2019

«El bueno, el justo, el santo...» Un pequeño pensamiento para hoy.

Estamos estudiando, con los Ministros Extraordinarios de la Comunión Eucarística (M.E.C.E.) de la parroquia, la exhortación apostólica del Papa Francisco: «Gaudete et Exsultate», el escrito del Papa sobre el llamado a la Santidad en el mundo actual. El subtitulo del documento pone así, con mayúsculas la palabra «Santidad» para recalcar, creo yo, que ese es el tema central y que la búsqueda de la santidad se encuentra al alcance de todos. En sus ejercicios espirituales de 1943, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento escribe: «La santidad es algo que todos tenemos al alcance. Desde el más ínfimo labrador hasta el más poderoso monarca pueden y deben aspirar a la perfección, la cual encontrarán en solo esa práctica sencillísima: el cumplimiento de sus deberes de estado, y por ende, de la divina voluntad». Hoy el salmista, en el salmo 110 (111 en la Escritura) nos recuerda que la santidad está al alcance de todos porque basta ser un hombre justo, un hombre bueno para alcanzarla. 

A veces, dice Francisco en «Gaudete et Exsultate», complicamos demasiado el concepto de santidad, y lo enredamos tanto como los fariseos del Evangelio de hoy (Mc 2,23-28), que se quedan en el criterio legalista y formalista: «permitido»... «prohibido»... y hacen una justicia a modo de máquina, vacía de corazón y siempre referida a la Ley, tomada en sí misma: ¿tengo derecho de hacer esto o aquello? ¿Hasta dónde puedo llegar sin que sea pecado? Jesús viene a recordarnos hoy que más allá de lo permitido o de lo prohibido, está el amor al estilo de la justicia divina, que es mucho más exigente que todas las interdicciones. Para ser santo basta amar y ser justo, por eso el salmista dice: «Quiero alabar a Dios, de corazón, en las reuniones de los justos». El justo es el bueno, el recto de corazón, el que glorifica a Dios con su vida. Algunos estudiosos nos dicen que Jesús podría haber tenido en mente este salmo al afirmar que el más grande mandamiento era: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (Mt 22,37) y que: «El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,28). 

La primera frase es una explicación clarísima de lo que es la santidad, y basándose en esto es que san Agustín podrá exclamar: ¡Ama, y haz lo que quieras!». La segunda expresión, que cierra el Evangelio que hoy se lee en Misa, es una magnífica aplicación de la ley reconociendo que somos nosotros, los hombres quienes santificamos los días, los tiempos, los espacios, y no ellos a nosotros. El recoger espigas era una de las treinta y nueve formas de violar el sábado, según las interpretaciones exageradas que algunas escuelas de los fariseos hacían de la ley. La ley es buena y necesaria. La ley es, en realidad, el camino para llevar a la práctica el amor, pero esa ley no puede ser absolutizada al estilo del mundo, sino a la manera de la justicia divina, que mira siempre al corazón. Por eso la vida del cristiano en este camino del llamado a la santidad, es sencilla, sin complicaciones farisaicas. En la justicia divina, lo sustantivo y lo esencial es el amor, con ese se logrará alcanzar la santidad. Hoy es martes, voy a la Basílica, allí los encomiendo a la Morenita del Tepeyac, porque donde está ella, allí llega el espíritu de la verdadera santidad y de la justicia de corazón. Como Madre amorosa nos recibe a todos los que anhelamos la realización de la santidad en el mundo actual. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

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