Cuando el Verbo de Dios se hizo hombre y puso su morada entre nosotros (cf. Jn 1,1ss), realizó una serie de cosas con un carácter de «signo salvador». Milagros, curaciones, exorcismos, sanaciones, instrucciones, oraciones, etc., pero sobre todo lo que hizo, hay algo que destaca y permanece, que sigue creciendo y envolviendo al mundo: «La Iglesia».
Su obra salvadora, debía permanecer a través de los siglos y extenderse hasta los últimos rincones de la tierra. Cristo es el misionero por excelencia y por eso fundó la Iglesia, para mantenerse así a nuestro lado por siempre en un signo visible y sanador.
Esta Iglesia de Cristo, llamada a permanecer en la unidad, es la que subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de san Pedro y por los demás obispos en comunión con él (cf. Lumen Gentium 7).
En la Iglesia hay distintas vocaciones, diferentes carismas, diversas tareas que desarrollar, pero hay una llamada común que se dirige a todos y guía el trabajo de todos: «La Iglesia es por naturaleza misionera y cada bautizado es, por lo tanto, un misionero». De esta manera podemos decir que la Iglesia está llamada a ser «católica», es decir «universal». Una Iglesia que abarque el mundo entero, que llegue a todos, una Iglesia llamada a ser «una Iglesia sin fronteras».
Conscientes de este llamado, todos los miembros de la Iglesia debemos de lanzarnos a la tarea evangelizadora, sea con el ejemplo, con la predicación, con la presencia de la misma Iglesia perseguida y llena del entusiasmo floreciente... ¡Una Iglesia así, sin fronteras, es tarea y conquista de todos! Somos parte de una Iglesia sin fronteras que nos invita a pensar y actuar, a vivir y comprometernos con nuestra vocación misionera poniendo en juego nuestra condición de discípulos–misioneros evangelizadores, creados por Dios para vivir así, sin fronteras, como una gran familia, la familia de los hijos de Dios.
La inmensa mayoría cristiana, y por lo mismo la inmensa mayoría de los habitantes de naciones católicas como México, son laicos, o sea «fieles cristianos —que no son sacerdotes ni religiosos— que por el bautismo forman parte del Pueblo de Dios y ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión que les corresponde como profetas, sacerdotes y reyes» (cf. C.L. 9).
Los laicos deben de impregnar el mundo del olor a Cristo, «viven en un continuo intercambio con los demás miembros de la humanidad dándole sentido a la fraternidad en el gozo de una igual dignidad buscando fructificar junto con los demás el inmenso tesoro recibido en herencia. A cada uno, el Espíritu del Señor les da múltiples carismas y los invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos» (cf. C.L. 20).
La misma condición de esta inmensa mayoría de los miembros de la Iglesia que son laicos —también llamados seglares—, los debe llevar a una constante preocupación por presentar el rostro de Cristo a una humanidad sumergida en situaciones complejas que reclaman el florecimiento de una nueva civilización del amor» (cf. C.L. 56). Pero tristemente esta inmensa mayoría piensa que su vida cristiana está completa con el solo hecho de cumplir con el precepto de la asistencia a la Misa Dominical y eso a veces, puesto que en las encuestas más recientes se revela que menos del 10 % de los católicos asisten a Misa los domingos.
Por mucho tiempo se pensó que los únicos que tenían el privilegio y el deber de mostrar el rostro de Cristo al mundo eran los sacerdotes y los religiosos; que solamente ellos eran capaces de ser misioneros. ¡Qué equivocación y qué comodidad!... Todo en manos de los padrecitos y las monjitas pensando que a ellos les toca, que son los que pueden estar preparados, que los seglares no tienen tiempo y miles de ideas más. «Los laicos están en primera línea de la vida de la Iglesia» nos recuerda el Papa Francisco constantemente.
Vivimos el tiempo en la Iglesia del lanzamiento de los seglares. Hay que vivir con un corazón «sin fronteras» dándose cuenta de que la Iglesia, sin la colaboración de la inmensa mayoría de sus miembros no puede vivir. Cada 5 minutos un católico de América Latina deja la Iglesia Católica para convertirse al protestantismo. ¿Nos vamos a quedar con los brazos cruzados?
Todos somos misioneros, hay mucho que hacer, no se puede dejar a un lado este deber. Vale la pena que cada uno dedique tiempo y energías a compartir la fe. San Pablo, el gran apóstol nos dice: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9,16).
En definitiva, somos misioneros, tenemos que salir más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. María, la Estrella de la evangelización, la misionera que con su caridad sencilla y humilde fue a servir a Isabel, nos contempla y nos asiste, Ella nos reúne en la Iglesia en torno a su Hijo, esperanzados en el Adviento, gozosos en Navidad, iluminados en el Tiempo Ordinario, adoloridos en Cuaresma y llenos de gloria en la Pascua... ¡Hay mucho que hacer como misioneros sin fronteras!
Padre Alfredo.
Siglas:
L.G. Lumen Gentium, Vaticano II.
C.L. Christifideles Laici, Juan Pablo II.
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