La misión que Cristo ha confiado a su Iglesia se ha ido realizando en las coordenadas de tiempo y de espacio. La gracia del Espíritu Santo ha seguido derramándose y ha garantizado la autenticidad de la misma misión recibida del Señor. Pero las expresiones y aplicaciones humanas —culturales y psicológicas— de cada época, son siempre limitadas y frecuentemente defectuosas. En cada momento histórico, como también en el nuestro tan globalizado, la referencia al pasado indica la recepción de una herencia de celo apostólico, a modo de ensayo continuo, que intenta corregir las limitaciones del pasado, sin perder las grandes lecciones aprendidas. El tiempo presente de la evangelización asume la herencia del tiempo pasado con una actitud de agradecimiento y humildad como la que tienen el autor de la Carta a los Hebreos que dice «Cristo nos abrió un camino nuevo y viviente» (Hb 10,19-25) y el autor del salmo 23 (24 en la Biblia), quien agradeciendo los dones que a la tierra ha dado el Señor, nos invita a bendecirle con gratitud. Así se construye el presente de modo más comprometido y coherente. La «memoria» histórica de la que tanto nos habla el Papa Francisco, ayuda a vivir la «comunión» eclesial, a modo de familia en la que se comparte un mismo camino hacia el «presente» eterno de Dios Amor, cuando quedarán superadas las limitaciones del espacio y del tiempo, sin perder la identidad personal.
Tener acceso al Señor, siguiendo su voluntad, poder encontrarle de nuevo y vivir con él es la búsqueda de muchos hombres y, para eso, es bueno recurrir con gratitud al pasado y hacer memoria. Jesús, observador de lo real, para enseñarnos, hace referencia a su pasado, a su infancia y adolescencia. Ha visto, mil veces a su madre en la casa encendiendo la lámpara al anochecer, para colocarla, no bajo la cama, donde resultaría inútil, sino en el centro de la sala, sobre un candelero a fin de que ilumine lo más posible, por eso hoy puede recurrir a esa «memoria» del pasado en su casa para dejarnos una gran enseñanza (Mc 4,21-15). A través de esta rápida imagen de una vela, se sugiere toda una orientación del pensamiento: Replegarse en sí mismo es impensable para Jesús. El egoísmo, incluso el por así decirlo espiritual, que consistiría en «cuidar de la propia velita» debajo de algo en donde no le de el aire del mundo, es condenado formalmente: toda vida cristiana que se repliega en sí misma en lugar de irradiar no es la querida por Jesús porque no alumbra.
Creer en Cristo debe ser para nosotros, sus discípulos–misioneros, aceptar en esa luz que ha dejado en nuestras vidas desde nuestro bautismo y a la vez comunicar con nuestras palabras y nuestras obras esa misma luz a una humanidad que anda siempre a tientas en la oscuridad. Pero, agradeciendo nuestro pasado y las bendiciones que Dios nos ha dado, ¿somos en verdad luz? ¿iluminamos, comunicamos fe y esperanza a los que nos están cerca? ¿somos signos y sacramentos del Reino en nuestra familia o comunidad o sociedad? ¿o somos opacos, «malos conductores» de la luz y de la alegría de Cristo porque olvidamos de inmediato el pasado? Jesús aclara, apoyado en un sencillo recuerdo de su casa, que el Reino de los Cielos que nos anuncia y que ya empieza, no es un esconderse o recurrir a la falsa modestia sabiendo que nos tocará dar testimonio tarde que temprano. Este problema de anularse y tener que aparecer a la vez con su testimonio lo resuelve de una sola manera: transparentando al Padre como una luz. El testimonio es la entrega propia para que otro viva; consumirse ayudando a otros para que tengan vida, no escondiéndose, sino entregando la vida por una causa. Si no hay entrega no se puede pedir a otros que se entreguen, porque el Reino pleno se hace con la entrega de los unos y los otros. Dios sólo le da al que se está consumiendo, como a María, en un perenne «sí». A quien así lo hace no le faltará ni humanidad, ni plenitud, ni memoria del pasado con gratitud. Quien no se entrega se empobrece y anula por sí solo su pasado y su presente, cosa que le impedirá caminar con alegría hacia el futuro incierto aquí en la tierra, hasta alcanzar el Cielo y la contemplación de la luz total. ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal!
Padre Alfredo.
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