¡Qué anhelo tan grande tiene hoy el salmista (Salmo 71 —72 en la Escritura—) de que florezca la paz y la justicia era tras era! Cualquiera de nosotros, como discípulos–misioneros del «Rey de justicia y de paz» interesados por el resto de nuestros semejantes, nos hemos planteado en más de una ocasión esta pregunta: ¿Qué puedo hacer para que haya justicia y paz y con esto mejorar el mundo? En la actualidad, raro es el día en que las noticias no nos incitan a cuestionarnos sobre este tema que nos deja otras interrogantes: ¿cómo puede tanta gente seguir llevando un estilo de vida tan desinteresado cuando hay tanta gente muriendo de hambre y cuando los habitantes de una nación se matan entre sí? ¿Qué se puede hacer ante una situación en donde el color de la piel o la carencia de pasaporte es un estigma que conduce a la muerte? Y la respuesta no suele ser otra que una desconsoladora confesión de impotencia: ¿Qué puedo hacer yo frente a problemas de una injusticia de tales dimensiones que atentan contra la paz exterior y la paz del alma? Por eso muchos razonamos de la siguiente manera: «¡No estoy en condiciones de arreglar nada»!... ¡Falaz razonamiento!
Aunque cueste creerlo, hay que contestar que sí, que sí estamos en posibilidades de hacer algo. Cristo vino a este mundo, el Rey de la paz y de la justicia se encarno y ciertamente no me pide que logre detener todas las guerras, solo que siembre un poco de amor a mi alrededor, como dice san Juan hoy en su primera carta (1 Jn 4,7-10); no me exige que calme la necesidad de todos los hambrientos, tan sólo que destine una buena parte de mí, de lo que soy, de lo que hago y de lo que tengo a quienes lo necesiten; nadie me obliga a consolar a los millones de seres que necesitan apoyo, únicamente se me pide que ame, que sea un poco de alivio para cuantos están cerca de mí. Nada más me puede exigir el que nació en un pesebre y creció pobre en Nazareth, pero tampoco nada menos. Y con estas acciones conseguiremos hacer recapacitar a los que nos contemplan y quizá cunda el ejemplo multiplicando los panes y los peces (Mc 6,34-44). Dios ha «encarnado» su amor. Ha dado su Hijo al mundo para que a nadie falte la paz y la justicia. Jesús es el amor de Dios por todos. Es el Hijo único, entregado. Único. Entregado. No guardado para sí. Dado. ¿Y yo? ¿De qué soy capaz de privarme, por amor? ¿De qué modo concreto traduzco en obras mi amor por la paz y la justicia?
En el Evangelio que la liturgia de hoy nos presenta con la escena de la multiplicación de los panes, la invitación del Maestro a que den de comer al pueblo desconcierta por completo a los discípulos. Su bolsa contiene doscientos denarios, en caso de decidirse para comprar pan. Pero Jesús les pregunta por sus propias provisiones, por lo que tienen, por lo que es de ellos, a lo que responden decididos: «quedan cinco panes y dos peces». Naturalmente, los discípulos saben que no pueden saciar al pueblo, como les encarga Jesús: «Denles ustedes de comer». La mirada de ellos y por supuesto también la nuestra, debe dirigirse a Jesús. Los discípulos están ante el pueblo con las manos vacías y ellos tienen algo, poco, pero como se dice: «algo es algo». Jesús puede alimentar a la multitud con eso poco. Así también estamos ahora nosotros delante del mundo, con lo poquito que somos, que hacemos y tenemos, pero podemos entregarlo a Jesús para que él lo multiplique y sacie el hambre de la multitud. Los discípulos —como muchas veces nosotros hoy— se reconocen incapaces de remediar la necesidad. No pueden hacer nada si no interviene el Señor. Sólo pueden reconocer su apuro. Pero esto es necesario, si sólo a los pobres y a los débiles se da el Reino de Dios vamos bien. Dios quiere seguir alimentando a los demás, llevarles la paz y la justicia, por medio de nuestras escasas provisiones. El pan de la paz y la justicia, sólo se multiplicará cuando se multiplique la solidaridad. El papel de la Eucaristía es exactamente éste: hacer crecer la solidaridad en la oración, en el sacrificio por los otros, en el dar lo poquito o lo mucho, haciendo comunión con los hermanos que estén a mi lado, sin distinción de género, de clase y de color. Por eso la eucaristía será siempre una multiplicación de los panes que harán justicia para que reine la paz. Los encomiendo esta tarde en la Basílica, confesando a los pies de la Morenita del Tepeyac ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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