viernes, 31 de agosto de 2018

«HACER SU AGOSTO»... Un pequeño pensamiento para hoy


Llegamos ya al final de agosto, el octavo mes del año en el calendario gregoriano al que se le puso este nombre en honor del emperador romano Octavio Augusto y me viene a la mente el dicho que en español tenemos: «Hacer su agosto». Esta típica expresión, utilizada comúnmente para referirnos al hecho de que alguien ha realizado un negocio rápida y fácilmente obteniendo unos pingües beneficios e incluso usada también para señalar a aquellos que lo hacen sin costarle un gran esfuerzo o de forma algo dudosa, viene de muy antiguo, porque el verano ha sido siempre el momento idóneo para realizar la cosecha de la mayoría de los cereales sembrados y el posterior almacenaje del grano tras el trillado, siendo el mes de agosto el de mayor actividad para la agricultura en este campo. Una buena cosecha era sinónimo de abundante materia prima, de buenas ganancias y de dinero para el resto del año en los que la actividad agrícola descendía a causa de las bajas temperaturas. Los «temporeros», cosechadores que eran llamados así, trabajaban duramente a lo largo del verano acudiendo a las diferentes vendimias y recolecciones y sacaban suficiente dinero para el resto del año. Con el tiempo la expresión «hacer su agosto» se convirtió en sinónimo de buen negocio y ganancias abundantes de casi cualquier actividad, sin importar en qué época del año se lleve a cabo y de qué modo. 

Una clara referencia escrita del uso de este dicho aparece en la obra de Miguel de Cervantes llamada «La gitanilla»: «Y así granizaron sobre ella (sobre Preciosa) cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos. Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas». Yo, a la luz de esta expresión, pienso ahora en estos 31 días del mes que hemos terminado y analizo en oración cuál ha sido mi ganancia y a través de mí, la ganancia de los demás. Si es que ha habido ganancia o estoy en números rojos. El pasaje que leemos en la liturgia de este día como primera lectura (1Co 1, 17-25) me ayuda a hacer mi análisis. San Pablo contrapone las pretensiones de las sabidurías humanas al designio de la sabiduría de Dios y deja al descubierto la incapacidad de estas para expresar la vivencia y el crecimiento de la fe. Pablo habla de un lenguaje muy necesario para «hacer el agosto». Dice que el lenguaje de la cruz es una locura para la sabiduría de los hombres; pero ese, no obstante, es el único que puede llevar a la fe y, por tanto, a la salvación» (cf 1 Cor 1,18). La desgracia del hombre, educado ahora en una civilización cada vez más pragmática y llena de conceptos de la que difícilmente puede desprenderse, hace que no sepa ya de qué se trata cuando se le dice que dispone de otras facultades distintas para vivir y que no solamente lo material importa. El hombre de hoy saca solamente ganancias en lo material y ha prácticamente esterilizado en sí una parte de la capacidad de amor, de confianza y su apertura a la trascendencia con la que puede ganar... ¡y mucho! El mensaje de Pablo tiene más que nunca su sentido en este siglo XX de ateísmo y de ataque a la Iglesia sin respetar la figura del Papa ni la de nadie, en el que el cristiano habrá que poner a contribución un equilibrio personal bastante sólido y desarrollar en sí unas facultades a primera vista menos racionales —locas, diría el apóstol— que no por eso dejan de ser las mejores actitudes humanas, dilatantes y equilibrantes, para «hacer su agosto». 

Jesús, en el Evangelio de hoy (Mt 25,1-13) nos da la clave para «hacer nuestro agosto». Las 10 jóvenes que aparecen en el relato tenían que haber estado preparadas y despiertas cuando llegó el novio. La llegada de éste será imprevista. Nadie sabe el día ni la hora. Israel —al menos sus dirigentes— no supieron «hacer su agosto» para tener el aceite listo y las lámparas encendidas, desperdiciaron, así, la gran ocasión de la venida del Novio, Jesús, el Enviado de Dios, el que inauguraba el Reino y su banquete festivo. ¿Hice yo e hicimos todos nuestro agosto? ¿He acrecentado en este mes mi dotación de aceite de fe, de amor y de buenas obras? De esta manera, yo siento este día de agosto como un grito de alerta en medio de la noche que estamos viviendo en el mundo actual, un llamado a la preparación constante, a la atención continua, porque el Esposo llegará de un modo repentino. ¡Ay de los que no hayan hagan su agosto! Por tanto, es necesario estar vigilantes y con las lámparas encendidas, con una provisión suficiente de aceite para salir al encuentro del Esposo y acompañarlo a su casa para celebrar con él el banquete de bodas. Que María Santísima a quien en este mes la hemos visto rodeada de Ángeles (el día 2) y llevada al cielo (el 15) nos ayude, porque ella, la Madre de Dios y Madre nuestra, si ha sabido «hacer su agosto». ¡Feliz viernes último día del mes! 

Padre Alfredo.

jueves, 30 de agosto de 2018

«El tesoro y la perla fina»... Un pequeño pensamiento para hoy


Corinto era una ciudad famosa por su comercio, un puerto de mar de aproximadamente de medio millón de habitantes, dos tercios de los cuales eran esclavos. La prosperidad de la ciudad la hizo presa de todo tipo de corrupción. En tiempo de san Pablo la idolatría floreció y llegaron a existir más de una docena de templos paganos entre los que tenían que vivir totalmente inmersos los fieles de Corinto. En las dos cartas de san Pablo que se dirigen a estas comunidades, el Apóstol de las Gentes trata de dar respuesta a unas preguntas sobre la manera de comportarse ante un sin fin de costumbres corrompidas y sobre el cómo enfrentarse a las más variadas corrientes ideológicas. En medio de esas circunstancias tan adversas, en la comunidad de Corinto tenía que ser rectificado más de un abuso por ignorancia o por imitación de los paganos, ya que ningún grupo de cristianos puede pretender vivir autónomamente, en circuito cerrado para cuidarse de lo de fuera. Por pequeño que sea, el grupo de fieles está inmerso en el mundo y ha de aprender a convivir con él sin ser de él con valentía y firmeza, porque «está desposado con Cristo». La lectura de hoy (2 Cor 10.17-11.2), en la fiesta de santa Rosa de Lima, nos ayudará a mirarnos al espejo para procurar que nuestra vida, en medio del mundo, vaya coincidiendo cada vez más con la vida de Cristo. La Iglesia siempre vivirá inmersa en el mundo así, como peregrina hacia el encuentro definitivo con su Señor. Ojalá y cuando Él vuelva nos encuentre viviendo de un modo irreprochable y trabajando por su Reino al que consideramos «un tesoro» (Mt 13,44-46). 

Uno de los problemas más serios de la Iglesia de Corintio y de la Iglesia actual, es la mundanalidad, una falta de disposición a separarse de la de cultura que nos rodea y que es siempre atractiva y cautivadora. Muchos de los creyentes de aquel tiempo y de los de hoy difícilmente pueden separarse de sus caminos antiguos, egoístas, inmorales y paganos para «casarse» con la Iglesia. En aquellos tiempos san Pablo juzgó necesario escribir a la comunidad para corregir estas cuestiones, pero como se dice por ahí: «Te lo digo, Juan, para que me entiendas, Pedro» y hemos de captar que nos escribe a nosotros también. La lectura de estas palabras paulinas, nos muestran que la Iglesia no está formada por gentes pluscuamperfectas, sino personas que, como nosotros, luchaban en el día a día para sostenerse en la fe en medio del mundo, como santa Rosa, la primera santa americana canonizada, por Clemente X el 12 de abril de 1671, patrona de Latinoamérica y a quien celebramos hoy. Para vivir así debemos no sólo «creer» en Cristo, sino «cuidar nuestro tesoro y la perla»; no sólo «amar», sino «cuidar nuestro tesoro y la perla»; no sólo «obedecer», sino «cuidar nuestro tesoro y la perla»... ¿Por qué Cristo nos habla así? Porque ese gran acontecimiento que estamos esperando: la venida de Cristo, marca una buena consigna para la Iglesia, pueblo que peregrina y del cual formamos parte, comunidad en marcha que camina hacia la «venida última» de su Señor y Esposo. Buena consigna para que nos mantengamos despiertos negociando por el Reino con la conciencia de saber de dónde venimos y a dónde vamos, sin dejarnos arrastrar sin más por la corriente del tiempo o de los acontecimientos y no quedarse amodorrados por el camino. 

El Señor, en el Evangelio de hoy, habla de un «comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra». Es que quien ama profundamente ama «porque ama», sin ninguna clase de cuestionamientos innecesarios que le paralicen; ama como María, la Madre del Señor; por eso nos dirigimos a Ella en nuestras necesidades y esperanzas, en las vicisitudes alegres y dolorosas de la vida sin olvidar ese «ir tras el tesoro y perla preciosa», seguros de que el amor es puerta de entrada en todos los corazones, incluso el de Dios. Si queremos también nosotros arder en esta divina llama del amor, necesitamos vender lo que nos estorba para poder adquirir el tesoro y la perla valiosa del Reino, acudiendo siempre a nuestra Madre. Cuando santa Rosa de Lima era niña, rezando frente a la Virgen, se le apareció la imagen del niño Jesús y le dijo: «Rosa conságrame a mi todo tu amor» y desde ahí la santa, que había sido bautizada como Isabel Flores de Oliva, se vio como una rosa que se ofrenda al Señor y se propuso vivir solo para Jesucristo renunciando a cualquier clase de inclinación hacia el mundo. Yo este año la celebro doble, pues en Roma se celebró el 23 de este mes cuando andaba yo por allá y en México en este día. A partir de las reformas al calendario litúrgico introducidas por el Vaticano II, la fiesta de esta santa es el 23 de agosto, pero, como anteriormente se celebraba este día 30 de agosto, en Perú, de donde es patrona nacional y en otros países latinoamericanos como México —por ser patrona de América Latina— se celebra hoy. Bendecido Jueves para pensar en el tesoro y la perla frente a Jesús Sacramentado como la santita que celebramos hoy.

Padre Alfredo.

miércoles, 29 de agosto de 2018

«El martirio de Juan Bautista»... Un pequeño pensamiento para hoy


Nuestra vida como discípulos–misioneros del Señor Jesús está marcada por la presencia ardiente de la misericordia de Dios que nos sostiene. Y, también, por la asistencia discreta de los santos, hermanos y hermanas «mayores» y probados en la fe, que han recorrido nuestro mismo andar en las cosas pequeñas de cada día, aunque sus biografías se queden enredadas muchas veces en hechos extraordinarios de sus vidas que ocuparon, al juntarlos una semana o menos de un mes —y no creo que exagere o les falte al respeto—. San Pablo, a quien reconocemos como un santo de los que más nos dejan ver su vida en sus cartas, cuenta hoy en la primera lectura de la Misa a los tesalonicenses, como es su vida ordinaria: «Cuando estuve entre ustedes, supe ganarme la vida y no dependí de nadie para comer; antes bien, de día y de noche trabajé hasta agotarme para no serles gravoso. Y no porque no tuviera yo derecho a pedirles el sustento, sino para darles un ejemplo que imitar» (2 Tes 3,6-10.16-18). Los santos son hombres y mujeres que han sufrido nuestras mismas penalidades y que, luego de correr la carrera por este mundo (1 Cor 9,24-27; Flp 2,16; Flp 3,24; Hb 12,1; 2 Tim 4,7) de una manera «heroica» viven ya para siempre con Dios. Eso lo podemos ver con claridad en santos como los que hemos celebrado ayer y antier: Santa Mónica y san Agustín, y en la vida de quien hoy celebramos su martirio: San Juan Bautista. 

Todos hemos llegado a este mundo por un designio maravilloso de Dios, somos, como dijo la beata María Inés Teresa: «un pensamiento de Dios, un latido de su corazón». Nuestra vida está marcada por el amor de elección de Dios desde antes de nacer. Hoy nos toca recordar la entrega de la vida de Juan, que murió proclamando la Verdad y preparando el camino para que llegara el Reino de Dios en Jesucristo. Vivir por Cristo, con él y en él no es fácil. A muchos les ha costado hasta la fama; otros han sido hasta expulsados de su entorno; a Juan esa fidelidad a la tarea encomendada por Dios le costó la cárcel, y poco después la cabeza. Su audacia, sin embargo, no cayó en vano. El mismo Cristo lo reconoció ante todos como el más grande de los profetas (Lc 7,28). Todos conocemos el relato bíblico del martirio de Juan el Bautista. Según se nos narra, Herodes quedó tan satisfecho del baile, que prometió darle a Salomé, su hijastra, lo que quisiera y ésta, aconsejada por su madre, la inicua Herodías, pidió la cabeza de Juan el Bautista. «El rey se puso muy triste, pero debido a su juramento y a los convidados, no quiso desairar a la joven, y enseguida mandó a un verdugo que trajera la cabeza de Juan. El verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una charola, se la entregó a la joven y ella se la entregó a su madre», nos cuenta el evangelio de Marcos (6, 26-28).

Los Evangelios no mencionan el lugar donde fue degollado Juan el Bautista, pero por un escritor judío, Flavio Josefo —quien también nos aporta el nombre de Salomé— sabemos que fue en la fortaleza de Maqueronte, la infame fortaleza del Rey Herodes donde estuvo prisionero sobre la margen oriental del impresionante Mar Muerto. Maqueronte aunaba fortaleza y casa de placer al tetrarca Herodes Antipas, le ofrecía la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilar sus fronteras, amenazadas por Aretas —rey de los nabateos y padre de la legítima esposa de Herodes— y darle solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada. Los descubrimientos arqueológicos realizados en esta fortaleza, muestran una coincidencia asombrosa con los datos evangélicos de este sitio en el que el Bautista culminó abruptamente su tarea en esta tierra. Los santos, al igual que nosotros, viven vidas impredecibles. ¡Quién iba a decir que Herodías se iba a molestar tanto por la denuncia que Juan hiciera de su condición de adultera! En todo caso lo que se hubiera esperado es que el Rey mismo mandara matar a Juan, pero al reyezuelo le gustaba cómo hablaba Juan, pero, dejándose llevar por su ilegítima mujer, terminó siendo cómplice de un infame asesinato. El pecado viene siempre en cadena: del adulterio al crimen, al asesinato de un santo. Pero, en la historia de la gracia, la mirada sobrenatural leerá siempre, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir como Juan. Ese es el mismo valor que necesitamos hoy para enfrentar la maldad envuelta en los placeres del mundo. Pidámosle a María Santísima ese arrojo que tuvieron los santos para estar convencidos de la Verdad, de esa Verdad que es la que nos hará libres. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 28 de agosto de 2018

«Gracias a la vida, gracias a mi Padre Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

A lo largo de la historia, ha habido varias ocasiones en que se ha anunciado la inminente llegada del fin del mundo. La primera fecha que yo recuerdo es de cuando era niño y escuchaba que el mundo terminaría en 1975. Solamente los Testigos de Jehová han intentado poner fecha para el fin del mundo desde 1780 y se han equivocado más de 30 veces. La última fecha es en 2975, cuando ya no nos tocará ver nada desde aquí. San Pablo, en la primera lectura de hoy (2 Tes 2,1-3.14-17) que no se dejen perturbar fácilmente al respecto. Estamos en las manos de Dios y Jesús mismo nos dijo que no sabemos ni el día ni la hora (cf. Mt 25,13). Vale para nosotros el consejo de Pablo: «manténganse firmes y conserven la doctrina que les hemos enseñado», «Dios nos ha amado y nos ha dado gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza», y nos da fuerzas «para toda clase de obras buenas y de buenas palabras». O sea, hay mucho que agradecer por la vida y la fe, y bastante que hacer todavía, antes del final. Hay mucha gente que se imagina que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina, y eso, la verdad, puede ser o no. A veces nos imaginamos que solamente ahora, en la actualidad, nuestros tiempos son turbulentos, los usos y costumbres cambiantes y provocadores de oposiciones entre las distintas maneras de comportarse y que eso lleva al caos que inevitablemente hará al mundo colapsar. En todas las épocas, desde que la Iglesia nació, fundada por Cristo, ésta ha conocido miles de cambios y montones de oposiciones a nuestro estilo de ver la vida y de vivir la vida. Jesús, en su tiempo, fue un factor de evolución de las costumbres de sus correligionarios judíos y con eso muchos veían ya el fin venir, mientras que otros, como algunos fariseos y escribas, se queban enfrascados en dar importancia a cosas insignificantes, poco importantes ante la llegada de Dios, que no sabemos cuando acontecerá y descuidar las que verdaderamente valen la pena, las que están en el interior (Mt 23,23-26). Pero, estos defectos que Jesús exhibe en el Evangelio de hoy no eran exclusivos de los fariseos de hace dos mil años. También los podemos tener nosotros... ¿En qué se nos va la vida? 

Yo hoy le doy gracias a Dios porque cumplo un año más de vida (57 nada más). He vivido en este mundo 20805 horas, más o menos unas 499320 horas. Y tal vez, cuando uno celebra su «cumple» como se dice mucho hoy, uno deba preguntarse: ¿En qué se me ha ido todo este titipuchal de tiempo? ¿Qué es lo que más me ha apasionado en todo este tiempo? ¿Qué logros he conseguido? ¿Cómo se ha desarrollado mi fe? ¿Qué metas he cumplido y cuáles quedan por alcanzar? ¿Qué es lo que más me ha costado en la vida?... y por lo menos yo me doy cuenta de que es el viaje hacia el encuentro con Dios lo que más me gratifica. Estoy agradecido a la vida en este seguir aprendiendo a ver tantos destellos del amor de Dios en cada tramo del sendero y a dar espacio en mi alma, en mi corazón, en mi razón a ese amor para enfrentar la muerte —cuando llegue porque Dios así lo ha querido—, de pie, como un valiente, no por mis armas o por tanto que he aprendido según yo, sino lleno de confianza en la misericordia de Dios que es infinita. Estoy agradceido con la vida porque me da la oportunidad de darle un constante espacio al amor en una una vida muy bendecida por Dios con unos padres excelentes, un hermano que vale oro, una cuñada que es como mi hermana y unas sobrinas —más Pablo por supuesto (el esposo de mi sobrina Irina)— que son una maravilla junto al piloncito de mi familia de sangre más cercana, la tremenda —como su nombre lo indica— Bárbara, mi sobrina nieta. Camino acompañado por todos ustedes, mi familia, mis amigos, mis hermanos en el ministerio, los miembros de mi valiosa familia misionera fundada por la beata María Inés que ha colmado mi vida espiritual de fe, esperanza y amor en el Creador, tantos amigos de los muchos lugares en donde he vivido y desarrollado la tarea misionera que tanto me llena y que tanto reclama mi conversión del día a día. Voy por la vida de la mano de todos ustedes pensando en el cielo, allá, donde no habrá muerte, ni lágrimas —sino solo de amor y gratitud tal vez—, ni tristezas, ni temor, porque el amor que en estos 57 años de vida empiezo a calar, allá impera eternamente. Y aquí estoy, muy bendecido en estos días que, como en los cumpleaños de cada uno de ustedes, son siempre de fiesta al estilo de cada quien. El sábado tuve la sopresa de la Misa y el regalazo del Ramillete Espiritual de la Adoración Nocturna aquí en la parroquia, el domingo los momentos bellísimos con excelentes amigos y Vanclaristas en ¨La Marquesa» contemplando la naturaleza estupenda y cautivadora que Dios nos da y además el jueves estreno frigobar. 

Y junto a todo esto también le doy las gracias a nuestro Padre Dios por los momentos en mi vida cuando me ha pedido que ocupe un sitio más atrás de donde yo me había yo sentado lleno de soberbia y de la vanidad del mundo que se nos pega También agradezco los momentos cuando he pensado que debía guardar distancia de algo o de alguien y me ha pedido acercarme para ser lo que debo ser, un reflejo de su amor y misericordia pidiendo perdón a quienes he herido, fastidiado o lastimado a veces sin querer y otras, sumergido en la condición del más grande pecador, como diría aquel... sin querer queriendo. Así, llego a mis 57 años diciendo gracias y también perdón a Dios y a todos. Hoyrenuevo mi fe porque creo en un Dios que no solo hoy 28 de agosto, sino cada día que pasa, levanta mi alma hacia Él con un corazón que sige caminando en la ardua tarea de la conversión y que hoy, por primera vez en mi vida, se ve bendecido por ir al rato a la Basílica de Guadalupe como mi mejor regalo para gastar 4 horas de estas que se añaden a las que he vivido y que son de las mejor gastadas en el confesionario, la cajita feliz, dando vida bajo la mirada amorosa de la Morenita que me alcanzó el milagro de nacer —algunos saben que nací de milagro—, la vida que viene de Dios y es para darla, la vida de abundancia que Jesús prometió cuando dijo: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero (Jn 10,18). ¡Feliz y bendecido martes para todos! 

Padre Alfredo.

lunes, 27 de agosto de 2018

«Familia de Dios y familia de sangre»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dicen los estudiosos de la Biblia que las dos cartas de san Pablo a los Tesalonicenses son las primeras epístolas escritas por él, hacia el año 51... y al mismo tiempo los primeros textos del Nuevo Testamento. En esta fecha, veinte años después de la muerte de Jesús, las vivencias en torno a Cristo eran divulgadas oralmente, pero no habían sido aún redactadas tal como las conocemos actualmente con certeza de que son inspiradas por Dios como autor principal. Hoy lunes empezamos la lectura de la segunda carta que el Apóstol de las Gentes dirigió a los fieles de Tesalónica (2 Tes 1,1-5.11-12). Pablo conoce la creciente constancia en la fe de aquellas primeras familias creyentes que, como dicen otras partes del Nuevo Testamento, se convertían a la fe y vivían plenamente su compromiso bautismal desde los padres y abuelos, hasta los más pequeños, que juntos eran bautizados y crecían en el amor mutuo y en la caridad (Hch 16,15; 16,33; 18,8; 1Cor 1,16); para infundirles ánimo san Pablo les dice que siente el deber de dar gracias a Dios por esa bendición y, a la vez, el orgullo de verlos perseverar. ¡Qué esperanza tan grande se veía ayer en el rostro del Santo Padre que, como san Pablo, camina como heraldo de la Buena Nueva en medio de un mundo que se debate entre el bien y el mal desde aquella horrible situación que se dio en la primera familia que habitó la tierra con la muerte del primer ser humano, Abel, en manos de su hermano Caín! Todos recordamos aquella trágica escena que se da en el seno de la primera familia de la humanidad, que nos deja ver que el odio, la envidia y los celos lo carcomen todo (Gn 4,1-7; Hb 11,4). 

Sancho Panza, en el Quijote, decía que: «Cada uno es como Dios lo hizo, y un poco peor», pero sabemos que Cristo viene y nos llena de esperanza para ser un poco mejores que ayer. El Papa Francisco, como Pablo, entiende que la persecución y la perseverancia son una prueba del justo juicio de Dios, que quiere hacerlos dignos de su reino (2 Tes 1,5), y esa persecución es la que vive hoy la familia de Dios y la familia de sangre. Pero, lo que importa a todo apóstol, en todos los tiempos y lugares, es que la fe y la vida cristiana no se debiliten ante las dificultades que los rodean y que en ocasiones pueden venir, incomprensiblemente, de la familia o de la misma Iglesia. El Papa Francisco dijo ayer que «Dios quiere que cada familia sea un faro que irradie la alegría de su amor en el mundo»... ¡y cuánto la necesitamos! «Nadie dice que esto sea fácil» dijo el Papa, afirmando: «Ustedes lo saben mejor que yo». Mientras que el mundo tiende a exagerar lo más grande posible lo negativo que en la familia de Dios —la Iglesia— y en la institución familiar tradicional — fruto de la unión matrimonial del hombre y de la mujer— pueda existir, el Papa, entonando en Irlanda ayer desde temprana hora un gran mea culpa en el que enumera todos los errores de la Iglesia católica, invocó la misericordia de Dios y se mostró esperanzado en la familia, en la familia de Dios y en la familia de sangre, para transformar el mundo. 

Ayer, en Irlanda, el Papa Francisco exclamó: «El matrimonio cristiano y la vida familiar manifiestan toda su belleza y atractivo si están anclados en el amor de Dios, que nos creó a su imagen, para que podamos darle gloria como iconos de su amor y de su santidad en el mundo. Padres y madres, abuelos y abuelas, hijos y nietos: todos llamados a encontrar la plenitud del amor en la familia. La gracia de Dios nos ayuda todos los días a vivir con un solo corazón y una sola alma. ¡También las suegras y las nueras!» El Papa asegura que las familias ofrecen los mejores antídotos contra el odio, los prejuicios y la venganza que envenenan las vidas de las personas y de las comunidades, ya que «las familias generan paz, porque enseñan el amor, la aceptación y el perdón. El Evangelio de hoy (Mt 23,13-22) nos presenta a un Jesús triste e indignado. Un Jesús que explota en su tristeza con una exclamación que en griego «Quai!» (¡Ay!), no significa una maldición, sino que expresa más bien un profundo dolor, una indignación, una amenaza profética. Nadie puede ni debe cerrar a los hombres el Reino de los cielos. Con las personas normales, por débiles y pecadoras que sean, Jesús no se suele mostrar tan duro. Pero sí, con los guían al pueblo. Los que tenemos alguna responsabilidad en la vida de la familia o en el campo de la educación o en la comunidad eclesial (Sacerdotes, padres, madres, religiosos, maestros...), tenemos una gran obligación de dar ejemplo a los demás, de no hacer divisiones entre lo que enseñamos y lo que hacemos, de no ser exigentes con los demás y tolerantes con nosotros mismos, de no ser como los hipócritas, que presentan por fuera una fachada, pero por dentro son otra cosa. Las acusaciones de Jesús nos las hemos de aplicar a nosotros que debemos buscar la gloria de Dios en la familia de Dios y en cada familia de sangre, si perdemos el tiempo en inútiles discusiones de palabras, en estar criticando, en sumergirnos en la desesperanza de la queja, si dejamos que se mate el espíritu con una casuística y condenación exagerada no habrá más que hacer. Aunque mi reflexión ya es de por sí bastante larga, quiero terminar con la oración que el Papa pronunció allá en ese hermoso país que Dios, hace tiempo, me concedió conocer y palpar en el la vida eclesial que tiene sed de ser lo que los católicos debemos ser: «Dios, Padre nuestro, somos hermanos y hermanas en Jesús, tu Hijo, una familia, en el Espíritu de tu amor. Bendícenos con la alegría del amor. Haznos pacientes y bondadosos, amables y generosos, acogedores de aquellos que tienen necesidad. Ayúdanos a vivir tu perdón y tu paz. Protege a todas las familias con tu cuidado amoroso, Especialmente a aquellos por los que ahora te pedimos: («Pensemos especialmente en todas las queridas familias», pidió el Papa). Incrementa nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, protégenos con tu amor, haz que seamos siempre agradecidos por el regalo de la vida que compartimos. Te lo pedimos, por Jesucristo nuestro Señor, Amén. María, madre y guía, ruega por nosotros. San José, padre y protector, ruega por nosotros. San Joaquín y Santa Ana, rueguen por nosotros. San Luis y Santa Celia Martin, rueguen por nosotros». ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 26 de agosto de 2018

«Cada domingo nos reunimos en torno al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

La primera realidad litúrgica en el memorial de la celebración del domingo como «Día del Señor» por la parte humana es la asamblea. Es lo primero que los discípulos–misioneros de Cristo realizamos: nos reunimos. Y es también lo primero que los no creyentes observan en nosotros: que los cristianos acudimos a una reunión. En la asamblea empieza ya a realizarse el misterio de la Iglesia, familia de Dios y de la primicia de Cristo con su Espíritu. Lo primero que hacemos al llegar al Templo es esto, reunirnos con otros cristianos a quienes sabemos nuestros hermanos. Uno de los verbos más repetidos en los relatos comunitarios de los primeros cristianos es este de reunirse: «En el día en que eligieron a Matías el número de los reunidos era de unos ciento veinte» (Hch 1,15); el día de Pentecostés «estaban todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2,1); cuando Pedro fue liberado de la cárcel, acudió a una casa, «donde se hallaban reunidos en oración» (Hch 12,12); y al menos cada domingo se convocaba a la asamblea cristiana, como en el episodio de Tróade: «el primer día de la semana, estando nosotroa reunidos para la fracción del pan» (Hch 20,7). San Hipólito de Roma, hacia el año 220, advierte en torno a esta reunión comunitaria dominical: «Nadie de ustedes se muestre perezoso en ir a la reunión de la comunidad, el lugar donde se enseña; todos sean solícitos en ir a la comunidad, lugar donde florece el Espíritu (Tradición Apostólica c. 41). Mientras en Dublín muchas familias acuden hoy a la Eucaristía, por estarse celebrando el «Encuentro Mundial de las Familias» en muchos otros lugares hay familias católicas que por desidia, pereza o confusión, dejarán hoy de asistir a Misa. ¡Qué hermoso nos habla San Pablo hoy de la riqueza de la familia que forma un hombre y una mujer! (Ef 5,21-32). 

¿Qué les pasa a muchos de los creyentes de hoy, de familias tradicionalmente católicas a quienes les gana esa flojera, esa dejadez por asistir a la Misa dominical? El libro de Josué, desde la primera lectura del día de hoy nos da una clave que sale de la boca del pueblo creyente: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios» (Jos 24,1-2.15-17.18). En la reforma que el Concilio Vaticano II promovió hace ya muchos años —los suficientes como para haberlo asimilado— no solo se afirmó que la «participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas la exige la naturaleza misma de la liturgia», y que «a ella tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, como pueblo sacerdotal» (Sacrosanctum Concilium 14); sino que se decía también que «las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado» (ibid. 26). Cada domingo, en todas las Iglesias del mundo, el papel de protagonista en la celebración lo tiene la asamblea de los cristianos allí́ congregados. El sacerdote cumple la misión de representar a «Cristo–Cabeza» de esa comunidad, pero sin la participación del pueblo quedaría su ministerio como algo ajeno a la misma. No es solo un acto que el presidente de la celebración realiza y en el cual hay que creer y solo escuchar, sino que es un acto que nos entra por los sentidos y a través del cual creemos implicándonos a todos con nuestro testimonio y nuestra participación. La celebración de la Eucaristía es la fuente y la culminación de la vida cristiana de todos y cada uno de los miembros de la comunidad que se congrega en torno al «Pan de Vida». La Eucaristía —y en especial la del domingo— es el momento en que la vida de fidelidad al Señor, que cada creyente en particular —y todos como comunidad— intenta llevar a cabo cada día, se pone en contacto con la presencia sacramental de la plenitud de este «Pan de Vida» el Cristo del Evangelio, el Cristo que desde su «cátedra» la cátedra del amor, nos enseña. De manera que si la vida cristiana del pastor y de las ovejas no es coherente, tampoco lo será la participación en la asamblea y entonces el Señor no significará nada como alimento del alma y de la vida, será simplemente un adorno, como sucedía para muchos escribas y fariseos (Jn 6,55.60-69). ¡Cuánta gente asiste a Misa solamente como espectador! 

Hoy es domingo, nosotros entendemos lo que significa asistir a Misa y comer ese «Pan de Vida» en comunidad, pero... ¿lo entienden los tuyos?, ¿tu familia?, ¿tus amigos?, ¿tus vecinos?, ¿tus compañeros de la escuela y del trabajo?... ¿No será bueno que les platiquemos allá afuera un poco y les compartamos lo que puedan ellos comer de este Pan? Miles y miles de «hojitas dominicales» de muchas parroquias del mundo van a dar a la basura luego de quedarse en las bancas cuando la comunidad vuelve a casa... ¿No será bueno llevarlas y dejarlas por ahí a ver quién come algo de ellas? En el memorial eucarístico cada domingo —y también en la Misa diaria por supuesto— hacemos memoria de Jesús «Pan partido que se da, se parte y se reparte», hacemos memorial de su vida, de su muerte y de su resurrección. Él se nos da en el pan y el vino y se nos entrega a modo de comida para ser como Él y alimentar al mundo carente de ese alimento que sostiene y da fuerza. Al concluir nuestra celebración, en donde nos hemos reunido con los hermanos y con María la Madre del Señor, a la escucha de la Palabra y comiendo el mismo «Pan», somos enviados... ¡Que no salgamos hoy ni nunca de nuestra asamblea con el corazón y las manos vacías! Llevemos el Pan, un poco de ese alimento que nos ha llenado de fuerza y de gozo el corazón, el alma, nuestro ser. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 25 de agosto de 2018

«Nuestra casa, la casa de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy

Cada amanecer tiene en nuestras vidas algo nuevo, y, para mí, hoy tiene la novedad de despertar de este lado del charco luego de un viaje de más de 10 horas desde Madrid. Pienso en el planeta que habitamos y del cual, en la mitad de este año, he recorrido, por la gracia de Dios algunos kilómetros. Pienso en la tierra, siempre resplandeciente de Aquel que le dio su esplendor; he cruzado esta vez los Alpes, el océano Atlántico, los Estados Unidos, el golfo de México y llegué en un abrupto aterrizaje que hizo suspirar y gritar a algunos a esta tierra azteca... todo es un signo parlante del amor de Dios. Desde los inmensos cacharros alados que surcan los aires uno entra en una comunicación muy especial con el «Invisible» desde todo nuestro ser, alma y cuerpo. Parece como si al volar, el Señor repitiera, desde los más altos lugares de vistas privilegiadas, de nueva cuenta las mismas palabras que dirige al profeta Ezequiel en la lectura de hoy (Ez 43,1-7): «Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde pongo las plantas de mis pies. Aquí habitaré para siempre con los hijos de Israel». Y sí, desde siempre y para siempre nos han enseñado —y así lo experimentamos los creyentes— que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Cierto que para Ezequiel es muy importante, en el relato de este capítulo, el aspecto externo: el templo. Pero éste es un buen principio para todos, porque siempre necesitamos de estructuras externas, aunque nuestro culto a Dios no tenga toda la plenitud en un templo material, sino en la adoración en «espíritu y verdad» (Jn 4 24). 

Con el espíritu que Dios infunde y con el corazón nuevo que aceptamos de él, podemos captar que la gloria de Dios, de este Dios que contemplamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, entra en el Templo «por la puerta oriental» para mostrarnos a nosotros que Ezequiel profetiza sobre Cristo, Jesús, «el sol que nace de lo alto», que nos visita por la gran misericordia de Dios, palabras que san Lucas en los labios de Zacarías, en el bellísimo himno del Benedictus (Lc 1,68-79) que toda esta semana gocé en las angelicales voces de las Misioneras Clarisas en la Capilla de Garampi al recitar los laudes cada mañana. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nos dice lo mismo que su Padre señala a Israel: «yo estaré con ustedes todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,19-20). Nuestro Templo y nuestra Luz es el Señor Jesús, en quien creemos, a quien seguimos, «en quien nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,28), y a quien en la celebración de cada Eucaristía recibimos, primero, como Palabra viviente de Dios y, luego como Pan y Vino, alimento para nuestra vida, que se celebra siempre alrededor de todo el mundo haciéndonos a Cristo presente aquí y allá. 

Cuando uno viaja y más si esto implica un cambio de cultura, como África, Europa o el medio oriente (no conozco Asia ni Oceanía) ve gente de todas clases y condiciones, de todo nivel, rango y jerarquía. Porque a pesar de las clases business y priority de las líneas aereas, todos somos hijos de Dios —aunque unos no lo sepan o no lo quieran admitir— y vamos en el mismo chirimbolo y bajo la total y completa dependencia de Dios, como lo estamos siempre en tierra. El único maestro, para todos, y el único dueño de todo lo que vemos y recorremos es Jesús mismo, los demás somos «hermanos», iguales. De hecho, en toda la faz de la tierra es solamente Jesús quien puede revelar al hombre el amor y la elección del Padre por cada uno. En el mundo de hoy, en el que muchos, muchísimos creyentes y no creyentes vamos de un lado a otro como nunca antes se había visto, ser cristiano de nombre, de palabra, de pensamiento, es muy poca cosa. Puede servir a los demás, si no miran e imitan nuestra conducta; como sucedía con muchos escribas y fariseos (Mt 23,1-12), pero supone un fracaso personal. Nosotros, como cristianos, hemos de optar por la vida en sencillez, humildad, servicio, amistad, amabilidad... En este mundo y a estas alturas, Jesús nos habla claramente y nos pone los ejemplos de esos escribas y fariseos que buscaban justificar el uso de correas más anchas y vistosas para atar sus filacterias, cajitas de cuero llamativas que contenían extractos de la Ley, correas extravagantes en la frente y el brazo izquierdo, borlas cosidas a los bordes del manto y puestas como recordatorio de la alianza llamando la atención en una interpretación muy literal de pasajes del Antiguo testamento (Ex 13,9 y Dt 6,8), aunque seguramente no todos serían así, porque siempre hay gente buena. Que mensaje tan maravilloso para darnos cuenta que la vida es esto que he mencionado: sencillez, humildad, servicio, amistad, amabilidad... y cosas por el estilo. ¡Cómo alabaría Cristo a su Padre si hiciera en avión estos viajes que nosotros hacemos hoy! ¡Cómo atravesaría los cielos y los mares, las tierras áridas y las montañas lejanas de su natal Israel para encontrar al sediento, al hambriento, al que busca justicia, al que anhela libertad! Y claro, si su Madre se encaminó presurosa a ver a su parienta Isabel... ¡Qué no haría ahora! Hoy es sábado, la recuerdo con cariño y me pongo en especial bajo su cuidado y protección y me alisto para la Misa de 8 empezando el día. ¡Feliz sabadito! 

Padre Alfredo.

viernes, 24 de agosto de 2018

«Bartolomé Apóstol o Natanael Apóstol»... Un pequeño pensamiento para hoy


Mi reflexión se centra en el santo que la liturgia católica nos propone para hoy, el apóstol Bartolomé, de quien no hay por ningún lado noticias relevantes. En las antiguas listas de los Apóstoles siempre aparece antes de Mateo, mientras que varía el nombre de quien lo precede y que puede ser Felipe (cf. Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14) o bien Tomás (cf. Hch 1,13) y su nombre no se encuentra jamás en el centro de ninguna narración evangélica. «Bartolomé», como nombre de persona, es claramente un patronímico en él, porque está formulado con una referencia explícita al nombre de su padre. Y se trata, según los estudiosos, de un nombre probablemente de origen arameo, bar Talmay, que significa «hijo de Talmay». Aunque también tradicionalmente se le conoce como Natanael ( «Dios ha dado». cf. Jn 21,2). La identificación con dos nombres se deba probablemente al hecho de que se nombra a «Natanael», en la escena de vocación narrada por el evangelio de san Juan, al lado de Felipe, es decir, en el lugar que tiene «Bartolomé» en las listas de los Apóstoles referidas por los otros evangelios. Pero, hay quienes llegan a una conclusión también bastante lógica en cuanto a su nombre: Natanael sería el nombre personal (Jn 1,45-50; 21, 2) y Bartolomé el apellido o sobrenombre, como ocurre con Simón «Bar-Jona». Bajo dos nombres diferentes es siempre el mismo hombre, el mismo discípulo, el mismo apóstol.

Este Apóstol aparece en el relato en el que Felipe le comunica que había encontrado a «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1,45). Como sabemos, el celebrado Apóstol del día de hoy le manifestó un prejuicio fuerte con una pregunta: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Esta especie de contestación es, en cierto modo, importante para nosotros. Este relato nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía provenir de una aldea tan oscura como era precisamente Nazaret (cf. Jn 7,42). Dios, en su infinita liberalidad, sorprende siempre nuestras expectativas manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperaríamos, como en un Apóstol del que, como dije al inicio, nada o casi nada sabemos. Felipe, en su réplica, dirige a Bartolomé una invitación significativa que debe llegar hasta nosotros si queremos conocer de veras al Señor: «Ven y lo verás» (Jn 1, 46). Eso es lo que celebramos precisamente en las fiestas de los Apóstoles, su existencia, su encuentro con Cristo, su misión y su martirio, aunque en concreto sepamos tan poco de su vida como en el caso de San Bartolomé. 

La fe de todo discípulo–misionero nace así como la de Natanael–Bartolomé, de un encuentro personal con Jesús, y ese encuentro se da a través de encuentros personales, de tú a tú, con testigos de la fe, como le sucedió a él con Felipe: «Ven y verás» (Jn 1,46). Así ha sido desde los comienzos, cuando los Apóstoles fueron encontrándose con Jesús y descubrieron en él algo muy especial. Así fue con Bartolomé, este Apóstol a quien identificamos con el Natanael del Evangelio, así ha sido a lo largo de la historia de la Iglesia, en la que el testimonio de los primeros testigos de la Resurrección se ha ido transmitiendo hasta llegar a nosotros. En la vida de cualquier cristiano se da siempre esta primera etapa de búsqueda. Habrá sido la madre, o la abuela, o un sacerdote, una catequista, un amigo, o esa miarada, para mí inolvidable de la beata María Inés cuando yo era un muchacho. De un modo u otro Jesús —en quien siempre hay algo especial que hace creer en él como enviado de Dios, como su Hijo y Salvador— se hace encontradizo para decirnos que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Y en algún momento todo cristiano se ha sabido invitado a seguirle y a hacer, como dice María su Madre, «lo que él nos diga» (Jn 2,5). Así se da el primer encuentro, y los siguientes... y los de toda la vida. El Señor va tocando el corazón, el tuyo, el mío y el de todo zquel que, convirtiéndose, alentando su fe y su esperanza se ha animado a seguirle. Al rato, después de comer Dios mediante, emprendo el viaje de regreso a mi tierra linda y querida, haciendo una obligada escala para cambiar de avión en Madrid. Así será si Dios no dispone otra cosa. ¡Bendecido viernes y se acaba una semana laboral más y la primera de clases en la escuela para muchos! 

Padre Alfredo.

jueves, 23 de agosto de 2018

«Dios es amor y no sabe más que amar»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy sí que me volé la barda... ¡es bastante tarde y apenas pongo mi «pequeño pensamiento...» que espero sea literalmente eso: un pequeño pensamiento. No se por qué, será por la emoción de haber concluido los Ejercicios Espirituales y ver a las hermanas tan contentas, o porque iba a ir al Vaticano a saludar a mi gran amigo de tantos años el cardenal italiano, gobernador del Estado de la Ciudad del Vaticano y presidente de la Comisión Pontificia para la Ciudad del Vaticano Giuseppe Bertello, con quien me unen unos lazos especiales de hace muchos años en una sencilla convivencia informal que se da cada vez que vengo a esta Ciudad Eterna. Nuestros Ejercicios Espirituales se desarrollaron en un clima muy apropiado —digo el clima que había en el corazón de las misioneras estos días, porque afuera bullía el mundo con el calorón del llamado «ferro agosto» en toda la península— de silencio y de oración que se dejaba sentir en toda la casa. Nuestros temas giraron en torno al Reino de Dios y a la necesidad de ser «odres nuevos» para recibir y servir el «vino nuevo». Las lecturas de cada día, al iniciar la jornada y las dos meditaciones diarias, además del rezo de la Liturgia de las Horas, nos fueron llevando a la perseverancia y concluimos con el gozo de regresar a la vida ordinaria de las misioneras a Rusia y a las casas de aquí de Italia. Por su parte, la visita al Cardenal Bertello fue un momento —como siempre suele serlo— de una bonita convivencia tratando de temas muy interesantes y de preocupación para él —que es del grupo de los nueve consultores del Papa Francisco—, para el Santo Padre y para la Iglesia en general, además de aderezar los momentos, acompañados de la hermana Silvia Burnes —postuladora de la Causa de la beata María Inés y por lo tanto mi jefa en ese oficio— con amenas anécdotas de México, de Italia y de África, en donde él fue algunos años Nuncio. 

¡Cómo se perciben todo este devenir de acontecimientos de nuestras vidas que Dios es amor y no sabe más que amar! Como nos recuerda Ezequiel en la primera lectura (Ez 36,23-28) en uno de los pasajes más hermosos y consoladores del Antiguo Testamento en la Escritura. Los hombres y mujeres de todos los tiempos, creados a imagen y semejanza de Dios, hemos sido creados para amar, amarle a Él y amarnos nosotros entre sus hijos. Dios siempre es fiel a su entraña más íntima, que es el amor y nos permite experimentarlo en estas dos vertientes, vertical y horizontal. Son hermosas y consoladoras las palabras de hoy: «Derramaré sobre ustedes un agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar». Y por eso constantemente busca cambiar el corazón del hombre, un corazón que si rompe la relación con Él y con los hermanos, se queda petrificado y pierde el sentido de amar. Es solamente si este corazón se deja impulsar por Él, que es «Amor» que se hace capaz de vivir en el amor y en la alegría de la filiación divina, de la fraternidad y de la amistad: «Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios». 

Esto explica la fuerte reacción del rey que parece en el Evangelio de este día (Mt 22,1-14) ante los que no quisieron aceptar su invitación y el castigo intenso del que se acomodó en el banquete sin el traje de fiesta... Jesús invita al banquete de la amistad con Él y con los demás invitados a todos, la invitación al reino de Dios por él predicado es universal, ofreciéndonos a todos el regalo de que Dios sea nuestro Rey y Señor que nos une a él y a los hermanos. Jesús invita a este banquete del compartir la fe y la vida porque sabe que ahí está el camino de salvación para todo hombre de todos los tiempos, ahí encontrará cualquier hombre el camino de vivir con sentido, con esperanza, con alegría en filiación, en fraternidad y en amistad. Los hombres tenemos la capacidad y la libertad de aceptar el regalo de Jesús o de rechazarlo. María, es la hija predilecta del Padre, la Madre de Cristo y Madre nuestra, la amiga siempre fiel del Señor y de todos... ¡Con ella y con todos ustedes mis hermanos y amigos, comparto el gozo de estar aquí y ahora con cada uno compartiendo este momentito de fe, de fraternidad, de amistad! Bendecido jueves y Dios mediante mañana regreso a mi querida «¡Selva de Cemento!». 

Padre Alfredo.

miércoles, 22 de agosto de 2018

«María Reina de cielos y tierra»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cada vez que rezamos el Santo Rosario y concluimos añadiendo las letanías lauretanas, invocamos a María como «Reina»: Reina de los ángeles, Reina de los patriarcas, Reina de los profetas, Reina de los apóstoles, Reina de los mártires, Reina de los confesores, Reina de las vírgenes, Reina de los santos, Reina concebida sin la mancha del pecado original, Reina llevada al cielo, Reina del Santísimo Rosario, Reina de la familia, Reina de la paz... Si los católicos veneramos e invocamos a María como «Reina», es claro que no es para quitarle honor, gloria y honra a nuestro Señor Jesucristo «Rey del Universo», sino que justo el hecho de que Jesús sea Rey, es lo que precisamente le confiere a María ese título de Reina que la Iglesia celebra en este día 22 de agosto, puesto que ella es su Madre. Sabemos que como Reina está sometida al Rey y el hecho de ser Reina no le quita ningún poder ni dominio a Cristo Rey, soberano que está por encima de todo. El título de María como Reina, es un título que la honra por ser la Madre del Rey, el Señor Jesús y por eso, por ser Madre del Creador, la reconocemos como «Reina de cielos y tierra». El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como “Reina del universo”, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte» (nº 966). Así, con razón, pudo escribir San Juan Damasceno: «Verdaderamente fue Señora de to­das las criaturas cuando fue Madre del Creador» (cit. en la Enc. Ad coeli Reginam, de Pío XII, 11-X-1954). 

Qué hoy me perdone Ezequiel, San Mateo en la liturgia de la Palabra de este día —y ustedes por lo largo que seguro será mi reflexión—, porque quiero hablar de María y su reinado, a fin de cuentas, iré de todas maneras a la Sagrada Escritura en el Nuevo y Antiguo Testamentos para iluminar la celebración mariana de hoy. La Biblia narra que el ángel Gabriel anuncia a María que ella concebirá a Jesús, a su vez le hace conocer que Él recibirá el trono de David, su padre, y que reinará sobre Jacob por los siglos sin fin: «El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”» (Lc 1,30-33). En el lenguaje bíblico, la madre del rey, venía a ser siempre la reina, es por eso que cuando la Biblia habla del inicio del reinado de cada uno de los reyes de Judá —de la dinastía de David en concreto—, se menciona automáticamente el nombre de su madre, puesto que ellas eran las reinas y no las esposas como sucede en el mundo actual. Las citas bíblicas que confirman esto son muchas (1 Re 14,21; 1 Re 15,1-2; 2 Re 8,26; 2 Cro 22,2; 2 Re 12,1; 2 Cro 24,1; 2 Re 15,1-2; 2 Re 15,32-33; 2 Cro 27,1 y muchas más). Contemplando esa prerrogativa que la madre del rey tiene en la Biblia, aunque explícitamente no se mencione más que en una sola cita la condición de Reina de la madre de un rey (Maaca, la madre, del rey Asa, a quien él depone del cargo: 2 Cro 15,16; 1 Re 15,13), es natural que nosotros los católicos consideremos a María, madre del Señor, como Reina del Universo, puesto que Jesús es el Rey del Universo. El teólogo Colin B. Donovan, es quien, estudiando la monarquía del Rey David, en el Antiguo Testamento hace ver que la Reina del Reino de David era la Reina Madre, esto porque los reyes —por razones de estado y de su cultura— tenían muchas esposas, ninguna de las cuales podía llamarse reina con mayúscula. Ese honor estaba reservado a la madre del rey, cuya autoridad superaba con creces a las muchas «reinas» casadas con el rey. Vemos que este es el papel que Betsabé jugó respecto al Rey Salomón y las ocasiones en que la «Reina Madre» actuó como regente en nombre de los sucesores juveniles al trono. 

Hoy la Iglesia nos invita a contemplar a María sentada en el Cielo, coronada por toda la eternidad, en un trono junto a su Hijo y a entronizarla a la vez en nuestro corazón. Ella tiene, entre todos los santos, el mayor poder de intercesión ante su Hijo por ser la que más cerca está de Él. Por eso la Iglesia la proclama Reina de los ángeles y de los santos, de los patriarcas y de los profetas, de los apóstoles y de los mártires, de los confesores y de las vírgenes como dije al inicio. Ella es Reina del Cielo y de la Tierra, gloriosa y digna Reina del Universo, a quien podemos invocar día y noche, no sólo con el dulce nombre de Madre, sino también con el de Reina, como la saludan en el cielo con alegría y amor los ángeles y todos los santos. La realeza de María no es un dogma de fe, pero es una verdad del cristianismo. Esta fiesta se celebra, no para introducir novedad alguna, sino para que brille a los ojos del mundo una verdad capaz de traer remedio a sus males.Esta celebración de María Reina, fue instituida por Pío XII. La reforma del Calendario Romano de Pablo VI decidió que se celebrara, con rango de memoria obligatoria, el 22 de agosto, octava de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Tenemos una oración bellísima que la Iglesia canta sobre todo en la cincuentena pascual y que hoy, no nos vendrá nada mal rezar: El Regina Caeli (Reina del cielo). Aquí va el bonito texto del Regina Caeli, que llama al reino de María y pide su poderosa intercesión: «Alégrate, Reina del cielo; aleluya. Porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya. Ha resucitado, según predijo; aleluya. Ruega por nosotros a Dios; aleluya. Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya. Porque ha resucitado Dios verdaderamente; aleluya. Oh Dios que por la resurrección de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, te has dignado dar la alegría al mundo, concédenos que por su Madre, la Virgen María, alcancemos el gozo de la vida eterna. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén». ¡Bendecido miércoles bajo la mirada y el cuidado de nuestra Excelsa Señora, Reina y Madre de Misericordia! 

Padre Alfredo.

martes, 21 de agosto de 2018

«La verdadera riqueza»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dinero, poder, poderío y primacía sobre los demás, son factores que no es que garanticen en sí la felicidad ni para el que los posee o ejerce ni tampoco para quienes según se beneficien o sufran con aquellos. Se ve que en el contexto de la primera lectura de hoy —seguimos leyendo las profecías de Ezequiel— a la región de Tiro le iba aparentemente bastante bien y aquel pueblo —personificado por su reyezuelo— se burlaba de la desgracia de Israel. Ezequiel habla en nombre de Dios (Ez 28,1-10), para mostrarnos que Tiro puede haber servido de instrumento en manos de Dios para castigar medicinalmente a su pueblo, pero que el instrumento, al haberse vuelto altanero, precioso y orgulloso —me acordé de una canción que dice así— va a recibir la paga de su jactancia. Está tan satisfecho de su poder y de sus riquezas y de su sabiduría, que no ve lo que se le viene encima: «te hundirán en la fosa, morirás con muerte ignominiosa». Y entonces, cuando esté a punto de morir ¿se atreverá a decir «soy dios» delante de sus asesinos? 

Estos versículos del libro del profeta Ezequiel, constituyen, por tanto, el canto de la soberbia humana que, cuando las cosas le salen más que bien y tiene algún poder, dice: «soy dios». ¡Pero qué pronto desiste de esa vergonzosa actitud cuando la enfermedad, la crisis interna, la familia, los negocios o los desastres llegan de improviso! No somos dioses; somos unos pobres seres llenos de miseria que hemos recibido el don de pensar y de ser libres, y que malgastamos buena parte de nuestras facultades en fáciles idolatrías momentáneas. El mundo siempre ha tenido que soportar «pequeños dioses» que quieren engañar a los demás y se engañan a sí mismos, y es aquí en donde entra la reflexión de Jesús con sus discípulos sobre el apego al dinero y las riquezas del Evangelio de hoy (Mt 19,23-30): la ambición del dinero, del poder y del dominio sobre los demás, es un factor que no se aviene con el desprendimiento que libera al espíritu y alcanza la verdadera felicidad. Leyendo estos trozos de Ezequiel y de Mateo, el Señor nos enseña que el dinero no cierra las puertas del cielo y del amor, pero la idolatría o apego al mismo sí que las clausura. Es muy fácil perder de vista el horizonte de la vida eterna cuando uno se queda atrapado por lo material cuyo valor monetario es siempre diverso según los tiempos y las culturas, pero, igual de esclavizante. 

Hoy hay muchos metales que valen más que el oro, como el platino, por el que se paga más de 38,290 dólares por kilo, o el rodio, cuyo precio por kilo anda en los 46.516 dólares. ¿Por qué pensar en el verdadero valor de la vida hasta tener la suerte de llegar a viejos, o cuando de repente llegue de sorpresa alguna enfermedad incurable? Los que creemos, confiamos y seguimos a Cristo no podemos buscar, de modo egoísta, nuestros propios intereses, nuestra felicidad en lo material sin importarnos el que, por lograrla, tengamos, incluso, que pisotear los derechos de los demás, o denigrarlos en su personalidad. Todo pasa, lo único que conservaremos es nuestro sello de bautizados con el premio valioso de ser doscípulos–misioneros de Cristo. Al final, «cuando llegue la renovación», sólo será digno de crédito el amor con que hayamos vivido y tratado a los demás. De lo contrario, a pesar de que hubiésemos llegado a ser dueños del mundo entero, nuestro fracaso sería irremediable. La Virgen canta a los cuatro vientos su gozo de que el Señor la ha visto pobre y proclamará su alegría por ello a todas las naciones (Lc 1,48). En Ella entendemos el valor de la verdadera riqueza... la riqueza del encuentro con el Señor para hacer su voluntad, cosa que no es muy fácil que digamos, pero, «para Dios todo es posible». ¡Bendecido martes! Además de las hermanas que están en Ejercicios y terminan mañana, hoy tenemos retiro para las comunidades de Garampi y La Casita... ¡Nos encomendamos! 

Padre Alfredo.